Capítulo 12

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No era grato ser un mounstro

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No era grato ser un mounstro. Y para su desdicha, eso era. Un ser repugnante, ominoso, alguien que había pecado y que ahora cargaba sobre sus manos dos grilletes de metal que pesaban tanto como tres bloques de hierro juntos. Entonces, para todas las personas que le miraban era igual. Alguien con quien nunca nadie se querría encontrar.

«Para ellos soy la muerte —comprendió luego de estar meditándolo—. Soy alguien que se traga a sus seres queridos sin compasión ni remordimiento» Ya se había acostumbrado. Tenía casi cumplidos un milenio viviendo con esa forma humana, cuidando ese bosque que ahora estaba cayendo en el olvido, justo como las personas que él mismo reclamaba. Irónico.

Cuando observó el miedo en los ojos del chico de rulos, de ese joven llamado David, el corazón que ya no tenía pareció percibir un sentimiento muy lejano y desconocido: la culpa. Era extraño, pero sentía lástima por sí misma, y decepción al darse cuenta en lo que se había convertido. «No tuve opción —pensó—. Es culpa de ellos»

David se había quedado dormido en sus brazos. Parecía más calmado la vez que le miró por primera vez. No dudó en aparecer, pues debía sacarlo del bosque, creyó que la única alternativa era asustándolo, pero se había olvidado de ese problema que desconocía. Su corazón era inestable, no poseía la fuerza suficiente para mantenerlo con vida, o por lo menos eso pudo entender de los recuerdos de sus amigos. Si no quería un muerto dentro de su bosque debía tratarlo con delicadeza.

Tal vez por eso le había dado de comer mientras él luchaba contra sus mareos. Percibió su confusión así que ayudó a que se tranquilizara. Le dio bebida y alimento ¿Qué más podía pedir ese chico? Sus atenciones hacia él eran muchas más de las que en algún momento le daría a un humano en una circunstancia normal.

Aquel joven, al igual que cualquier otro humano, podía suponer un peligro. Era el único que no terminó por caer en los encantos de bosque, el único cuya codicia no lo dominó por completo. Ese era un método de castigo implantado por los dioses en una situación desesperada, que cumplía con dos importantes fines. Gracias a ello las visitas humanas se redujeron hasta ser prácticamente nulas, y el daño producido a su preciado hogar cesaron. Sólo las personas codiciosas que ansiaban poder caían, unas más rápido que otras. Casi nunca alguien salía ileso del él. Tal vez ese chico era el tercero o el segundo, no recordaba. Miles de almas yacían en su territorio con distintas formas, todos con algo en común. Hicieron enojar al bosque.

Son humanos ¿Qué podía esperar? Todos llevaban al nacer buenos y malos sentimientos que desarrollaban conforme tenían más edad y la mayoría acababa igual. David había estado muy cerca de caer por completo en la avaricia pero su amigo lo había salvado.

Se levantó con él en sus brazos, como un bebé. Tuvo un tenue sentimiento de sorpresa al notar lo liviano que era. «Una pluma pesa más» pensó mientras caminaba por ese sendero mágico y hermoso que se alzaba delante de ella. Las flores de los árboles que caían eran muy agradables, bailaban con el señor viento hasta depositarse sobre el suelo esperando otra ráfaga que las moviera hacia otro favorable lugar. A cada paso que daba dejaba estelas de luces detrás de ella que desaparecían tan rápido como habían llegado. Creaba alfombras de colores y le daba vida a todo lo que moría dentro de sus dominios con una presteza inimaginable. Nada allí era triste y desolado, entonces ¿Por qué casi siempre sentía un vacío en el pecho? que no precisamente era por no tener corazón.

La diosa del bosqueDonde viven las historias. Descúbrelo ahora