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          Cuando Doña Inés recobra conciencia se da cuenta de que ya no está en el mercado. Por un momento le cuesta coordinarse entre el tugurio humano pero al final reconoce el templo al que solía atender junto con Laura cada domingo y sin falta. Cómo todavía se encuentra desorientada y no quiere poner un pie dentro del edificio, Doña Inés se enfila a la fuente que se encuentra de camino a la salida para refrescarse. No hay ningún rastro de la canasta por ningún lado.

          Cuando por fin asoma la cabeza por encima del agua de la fuente, Doña Inés ahoga un grito. El reflejo le dice, sin lugar a dudas, que es Laura la que se inclina para recoger con sus manos el agua y llevárselas a la cara. Pero Laura ya no está; y el ojo izquierdo de Laura no tenía ningún problema antes de que ella partiera. Ahora, sin embargo, reluce el globo ocultar tan afuera de la cuenca que parece que en cualquier momento se desprenderá.

          Doña Inés se vuelve hacia la calle y desaparece entre la multitud. Las campanas de la iglesia anuncian que son ya las ocho de la noche. Por su peso no puede correr pero se distingue que su paso ha tomado impulso. Se detiene en ocasiones frente al aparador de algún establecimiento para verse en el reflejo fatuo de los ventanales. Aparecen, como ánimas, las figuras y formas que conforman a Laura, a Ricardo, a su madre. Siempre con el ojo izquierdo a punto de reventar.

          Una gota de sudor le recorre las sienes. Poco a poco, como si se le acercara bajando los cerros a la lejanía, cruzando los maizales, reptando por el empedrado, llega a Doña Inés el golpe repetido de unos tambores. Le falta el aire. Las personas a su alrededor la observan de reojo y la compadecen. Hay demasiada información a su alrededor, demasiados anuncios, ruido, golpes, cháchara. Cierra el ojo derecho y con su mano se cubre el izquierdo. Doña Inés quiere volver a sumergirse en ese oscuro mar que la va matando por dentro.

          Doña Inés recupera el sentido una vez más. Sin saber cómo, ha regresado a casa. Está de pie, desnuda, frente al espejo de baño. Sigue igual de gorda, de fea, vieja, acabada e imperfecta; ya no es Laura, ni Ricardo. Ya no es Ernestina ni su madre, Don Victorio o la señora Josefina. No hay nadie más ahí que ella, lo que resulta bastante obvio puesto que el espejo es muy pequeño y solo cabe ella en su inmensidad.

          Se observa con más calma. El ojo izquierdo ha dejado de funcionar y no acaba por entender todavía el mundo que la rodea en dos dimensiones.

          Pero se observa sin prisas, como si contemplara un cuadro horrible. Cómo el que tiene la señora Josefina en ese miserable pasillo. Afuera los grillos cantan cerca del jardín. Deben ser las diez de la noche. A esa hora debería estar entregando el canasto vacío, las ganancias de la venta y debería estar pensando en lo que haría para cenar. Diría que algo ligero pero, como siempre, terminaría preparando mucho más de la cuenta. Porque Laura ya no está. Fuerza de la costumbre.

          Algunos perros ladran sin ritmo y los ladridos se elevan al cielo, como el humo de tabaco que sale es expulsado después de una calada. El ojo izquierdo es el menor de los males, piensa Doña Inés. Tengo mucho que hacer el día de mañana, continua. Ojalá que la señora de las cemitas haya encontrado el canasto y lo haya guardado, así paso por él mañana, y Doña Inés se da la media vuelta, como si fuera a emprender nuevamente la aventura extraña que es la vida diaria. No obstante, haciendo un ruido sordo, el ojo izquierdo cede finalmente y se desprende de su rostro ¡Plop! Saldré temprano para así ir a disculparme con la señora Josefina, dice por completo entregada a la resolución y el ojo rueda por el suelo del baño, perdiéndose en la oscuridad que yace detrás del inodoro. Ojalá que Don Victorio pase temprano esta vez, sino hará de mis planes una chingada; un líquido extraño, viscoso, negro y denso escurre desde la cavidad vacía del rostro de Doña Inés. Cae sin prisas, como la miel o la sabia sobre la corteza de un árbol. Se me está pasando ir a hervir los frijoles, mañana no van a servir; y Doña Inés levanta un pie frente a otro, dispuesta a cumplir con las labores del hogar. Autómata, de todas formas si quiere puede hacerlo con los ojos cerrados. Al tercer paso sus piernas no le responden. Mientras el oscuro líquido mana de su cara su cuerpo va perdiendo consistencia, como una muñeca que ha perdido el relleno ¡Pero que estoy haciendo aquí, tan despreocupada, si ya va a comenzar la telenovela!, exclama la vieja cayendo lentamente al suelo, sobre un charco de su propia realidad. Y ya, si mañana me queda tiempo, pasaré con el médico para revisarme este ojo, y el ojo derecho cruza espadas con el izquierdo, desde el cuerpo en descomposición hasta el oscuro rincón detrás del inodoro; aunque en realidad no es que me sienta mal del todo. Pero todo si Dios quiere.

          Si Dios nos da licencia, mañana será diferente.


* * *


N/A 

Con esto terminamos con Doña Inés y su ojo vacilante. 

El próximo miércoles habrá una nueva obra que espero les guste. 

Será de romance y algo más. 

Cómo tal vez han notado me gusta que mis historias terminen de una forma completamente impredecibles. Así que no dejo más detalles. 

Espero les haya gustado la historia. Que tengan buen día. 

J.P. Medina

De miramientos y resoluciones de temporadaKde žijí příběhy. Začni objevovat