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          Esa mañana a Doña Inés le pareció que su ojo izquierdo se notaba más grande que el derecho cuando se vio por el espejo de baño. Fue inusual no sólo por el hecho de verse ligeramente distorsionada sino también por la acción en sí de haberse mirado por el cristal, cosa que no hacía desde hace tiempo.

          Aparte de ello no vio en su cuerpo alguna otra alteración. Seguía siendo la misma vieja de piel ceniza y complexión robusta. Los mismos kilos bajo el pecho, las mismas manchas púrpuras escondidas entre los pliegues de la ropa y la misma ausencia de atención y cuidado. De no ser por el ojo que estaba un poco más hinchado que el otro ella sería la misma de hace cuatro meses; la misma de hace dos años, la de cinco o la de hace siete. Había envejecido a una edad temprana.

          Dejó de prestarle atención al reflejo, convencida de que tal vez se tratara de una falsa percepción o tal vez el sueño que todavía no la despabilaba. Tal vez era que aún no amanecía por completo en el pueblo. Salió del baño y reviso el reloj que descansaba en la pared del comedor. Un reloj feo donde la pintura dorada con la que había sido recubierta ya cuarteaba y se iba llenando de cicatrices. Las cinco y siete de la mañana.

          Enfiló a la habitación de Laura y se detuvo en seco unos pasos antes de llegar a la puerta. Laura ya no estaba ahí. Se había ido. Fuerza de la costumbre.

          Entro a la cocina, encendió la estufa y puso a hervir los frijoles. Encendió la radio y sin pensar siquiera en la acción misma se puso a realizar las tareas matutinas. Lo había hecho por tanto tiempo que podía hacerlo, si quería, con los ojos cerrados (o por lo menos con uno de ellos totalmente cerrado porque, como descubrió más tarde, el ojo izquierdo se había encaprichado por hacerse notar) pero resultaba más cómodo así.

          Cerca de las seis se escuchó una camioneta estacionarse afuera del inmueble y por el ruido sordo y seco del motor Doña Inés entendió que se trataba de Don Victorio. Tras recoger una olla amplia del escurridor de la cocina fue a abrir la puerta. Mientras tanto, y sin esperar a que girara el pomo de la entrada, Don Victorio se acercó a la parte trasera del vehículo y bajó una cántara de leche con ambas manos.

          —¡Buenos días, señora!

          —Buenos días, Don Victorio. Hoy está pasando un poco tarde ¿no le parece? —contestó a modo de burla mientras le facilitaba la olla. Don Victorio, concentrado como él sólo en su labor de jefe y empleado, se olvidó de ver a la cara de su locutora.

          —Si, discúlpenos —y como jefe y empleado, Don Victorio se lamentaba en plural. -Tremendo bache el de hace rato. Nos metió un susto de la chingada. Allá, por la Chignahuapan Tlaxco. Perdimos dos bidones.

          El viejo inclinó el recipiente de hojalata y vertió la leche fresca en la olla de Doña Inés. Hacía un frío húmedo, como si la niebla llevara consigo una tempestad efímera o fantasmagórica. Los dos personajes hablaban tranquilos y de la boca se les condensaba un nubecilla blanca que se entrecortaba a ratos, como el humo que expulsa un ferrocarril. Apenas se divisaba entre los cerros lejanos la línea blanca y amarilla del sol naciente.

          Después de la tarea Don Victorio se levantó del suelo con el producto en las manos y se la entregó a la señora, frente a frente. Fue ahí que notó algo extraño en su vecina.

          —Oiga, no es que sea yo entrometido pero ¿se siente bien? —mas la vieja no contestó, sólo inclinó la cabeza a su izquierda como la que no ha entendido en que contexto puede sentirse ella bien o mal. -Se le ve algo feo este ojo -y se apuntó con el indice de su mano derecha el ojo izquierdo propio.

          Doña Inés se acercó a la ventana de su casa y se observó con dificultad en el reflejo turbio del cristal. A pesar del polvo, las manchas de antaño y la oscuridad que brotaba del interior del inmueble pudo notar que el globo ocultar señalado se había ensanchado en la cuenca. Tan sólo había pasado una hora desde el último vistazo y, sin embargo, le sorprendió más que dos veces el mismo día se hubiera dado una checada en un espejo.

          —No deje de atenderse el malestar, Doñita —continuó Don Victorio una vez recibido el pago a sus servicios. Subió la cántara a la camioneta, abrió la puerta y se dejó caer en el asiento. Un polvillo gris se levantó del mismo y flotó por un rato entre los rayos paralelos del sol que entraban por encima del cofre. —Yo tuve un tío al que le pasó algo parecido, solo que en el ojo derecho. Pasó de ir al médico y dos que tres días después ya velábamos al pobre.

          Doña Inés asintió con una sonrisa que parecía, más que fingida, mal construida sobre un terreno inestable. Sin decir otra palabra agitaron las manos y se despidieron.

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¡Buen día muchachos!

Esta es la siguiente historia corta que espero disfruten.

Pasaré a actualizar solo miércoles, viernes y domingo.

Agradezco sus comentarios, críticas, consejos, estrellas, likes y demás.

J.P. Medina

De miramientos y resoluciones de temporadaWhere stories live. Discover now