II

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A pesar del poco apetito, Doña Inés se zanjó de una sentada un plato de frijoles negros, dos huevos estrellados con una salsa roja recién hecha, dos tortas de agua y un par de vasos de leche fresca. A las siete con quince se dispuso a lavar los trates que apenas había ensuciado y pensó en el día al que le faltaba todavía bastante para terminar. Ir a vender al centro no le molestaba, pero tratar con la señora Josefina era la espina que se le clavaba en lo más profundo del dorso y cuya mala cara la perseguiría a lo largo de la jornada.

El radiocasete seguía encendido. En emisión una voz femenina que Doña Inés apreciaba como cálida y familiar. Inteligente, concisa, llena de una alegría que se contagiaba. Cómo cuando, de niña, ayudaba a su madre a realizar las labores del hogar y esta le hablaba largo y tendido de todo lo que ella sabía sin desocupar sus actividades. Inés, que no era doña ni estaba vieja, recia y descuidada, mantenía los labios sellados, esbozando una sonrisa, atenta a cada historia y a cada consejo que le daba su madre esas mañanas.

-Tú, Inés, no debes terminar como yo ¿de acuerdo? -exigía mamá, colocando su cuerpo en cuclillas para estar a la altura de su hija de ocho años. -Para eso te mando a la escuela ¿me entiendes? Para que no seas una bruta como tu madre.

E Inés asentía con emoción.

Han pasado tantos años pero la sombra de la mujer que la trajo al mundo aun se conserva estática frente al fregadero, silbando alto y pasando con fuerza la esponja sobre los platos. Doña Inés cree que ha tomado su lugar. Se para donde ella y silba, pero no puede hacerlo como su madre. Su madre silbaba formando una "O" muy pequeña con sus labios; sin embargo, Inés lo hace como si fuera a decirle "Sí" a todo pero se quedara a la mitad de aquella afirmación. En la radio, como si estuviera recubierta por una película fina de antaño, se escucha el estribillo de una canción de Jorge Negrete. La voz de mujer la interrumpe cerca de que finalice para enviarnos a comerciales y Doña Inés calienta el boiler con unos trozos de leña que ha comprado el día anterior.

Intenta cerrar los ojos antes de que unas gotas de sudor se le metan por los lagrimales. El ojo izquierdo tiene, en cambio, otros planes.

Antes de salir Doña Inés se ha trenzado el cabello, ha puesto a secar la toalla sobre un lazo en el patio trasero, se ha calado los huaraches, se ha vestido con las ropas de siempre y ha evitado, por suerte, mirarse en el reflejo de cualquier posible superficie.

Doña Inés piensa que si el mal no puede verse en realidad no existe. Tal vez por eso ha dejado de ir a la iglesia y tal vez por eso no recuerda que alguna vez tuvo marido. No obstante Laura sigue ahí, presente, en la berrea que parece un murmullo y resulta de intentar despertarla para que le ayude antes de irse a la escuela. Laura no es ningún mal, no importa lo que dijo ella, lo que dijo el padrecito, lo que dijo Ricardo. Ojalá hubiera sido más clara con ella misma en ese entonces, piensa Doña Inés, pasando llave a la puerta y enfilándose sobre la banqueta. No ponerse de parte de terceros. Mamá santa, que esté en la Santa Gloria, lo entendería.

Afuera hace una mañana todavía más encantadora que la que ha tenido dentro de su casa. El sol se perfila sobre un horizonte verde pero sus rayos, más que hacer arder la piel abraza a los habitantes de aquella pequeña localidad con un cariño que resuena maternal.

Doña Inés ha olvidado como se siente eso. Ve a las madres con sus hijos que se dirigen a la escuela, arrastrando a cuestas el sueño de los dos, cargando con todos esos libros que solo durarán un año y una extraña sensación le recorre la piel. Cómo si tuviera un nido de hormigas rojas en el corazón y alguien hubiera golpeado un poco el borde de la estructura.

Frente a Doña Inés un niño camina tomado de la mano de su madre y mira fijamente al rostro de la vieja por sobre el hombro. Anda sin prestar atención al camino frente a él, guiado sólo por la mano firme de su progenitora. A Doña Inés le recuerda a una muñeca de trapo, vieja y recia (cómo lo es ahora ella), que solía llevar a todas partes arrastrándola por una de sus manos sucias por todo el terrenal.

La madre del niño se da cuenta de la indiscreción de su hijo y le propicia un jalón. Se le acerca al oído y le murmura una reprimenda. Doña Inés está segura que tanto la madre como el hijo se refieren a ella por el ojo que, muy de repente, a empezado a latir desde su cuenca izquierda. Late como si tuviera el corazón en la cabeza. Algunos coches pasan por la calle y desde el cristal de sus ventanas una imagen sugiere en una especie de pincelado accidental el rostro de Doña Inés. Desea evitar echarse un vistazo pero la curiosidad es todavía más fuerte; desafortunadamente los vehículos cruzan de un extremo a otro a una velocidad que le hace difícil prestarse atención.

Para evitar cualquier otra nimiedad decide sacar el rebozo de su bolso y cubrirse la cabeza de tal forma que sea un poco complicado verle su ojo izquierdo sin tener que, por lo menos, plantarse frente a frente a ella. Piensa que no puede ser peor que en la mañana porque no ha pasado ni siquiera medio día desde que se ha visto en el espejo. Poco a poco pierde todo interés en el tema.

De miramientos y resoluciones de temporadaWhere stories live. Discover now