Se hizo un ovillo esperando a que Leonel no descubriera su escondite o tal vez, con un poco de suerte se cansaría de buscarla y la dejaría en paz, se marcharía. La idea de poder evitar ser ultrajada por él, desapareció cuando escuchó al hombre acercarse y hablarle. No era la voz de Leonel, pero eso no evitaba que sintiera miedo. Aunque esa voz era bastante diferente y pacífica. Le transmitía confianza.

Observó su sonrisa a través de lágrimas esa noche y ahora lo observaba devolviéndole una sonrisa igual o más grande. Estaba infinitamente agradecida con ese hombre y no dudaría en hacer cualquier cosa por él.

No sabía a donde iban, se habían subido a un avión en el que no había abordado nadie más que sólo ellos. Nunca había salido de la ciudad, nunca había viajado en un avión, pero había visto varias películas y sabía al menos que en esos enormes pájaros metálicos, más de dos personas abordaba a cada hora, cada semana.

Él sueño la venció después de unas horas de pensar inútilmente a donde irían. Se había dormido en el cómodo asiento del enorme avión, apretando fuertemente la mano de su esposo que en ningún momento había parado de hablar por teléfono en un idioma diferente, no era ruso o inglés, era un idioma que ella nunca antes había oído.

Paró un momento de atender esas llamadas que eran un tanto importantes cuando observo de soslayo a su bella mujer dormida. Acarició su rostro con la delicadeza del pétalo de una rosa y sonrió ante el pensamiento de cumplir esas locas ideas que tenía cuando la conoció esa noche.

No se lo había dicho, él no sabía si lo amaba o no, pero estaba dispuesto a lograr ese efecto en ella, el efecto del amor. Porque a pesar de la incertidumbre él estaba empeñado en darle la mejor primera experiencia de su vida, después de todo ella era la primera mujer por la que estaba dispuesto hacer las cosas bien. La única de la que se había enamorado sin mediar palabra alguna.

Habían aterrizado en la pista de la aerolínea de uno de su mejor amigo, Caleb. Un auto ya los esperaba cerca de la pista, uno de sus ayudantes subió de inmediato y comenzó con su tarea de trasladar las maletas al auto.

Monroe, su chofer desde hace varios años, lo saludó con un asentamiento de cabeza y disimuladamente se asomó sobre el hombro de su jefe, esperando ver a la esposa del señor Sherwood, la hermosa mujer de la que todos los trabajadores de la mansión del señor hablaban.

El señor Sherwood estaba sólo, y portaba aún su esmoquin hecho a la medida y diseñado por el mismo Stuart Hughes, elaborado con seda de cachemir. Lo había oído del mismo diseñador y creador cuando intentaba impresionar al señor Sherwood con lo que para el sujeto resultaba ser la octava maravilla. Lo cierto era que para el jefe ya nada era cosa de impresionarle.

Sólo faltaban algunos diamantes incrustados estratégicamente en el diseño para que el costo fuera casi el mismo que un auto de último modelo pensado para un hombre promedio. Tremendamente exorbitante sólo para una única ocasión que probablemente el señor no tomaría con mayor importancia que a uno de sus autos, o uno solo de sus millones, pensó con gracia.

Cruzaron unas cuantas palabras que en realidad eran órdenes del hombre y volvió al jet. Cuando volvió a bajar, esta vez llevaba a una bella princesa a su lado, una hermosa chiquilla con un pijama muy colorido y un peinado casi deshecho al igual que su maquillaje. Sin duda alguna esta señorita no era nada a lo que el señor estaba acostumbrado, o al menos no a lo que él estaba familiarizado.

El viaje había sido agotador para ella, muchas horas de vuelo y sumándole el camino a la hermosa mansión del hombre, una mansión con pisos de mármol en tonalidades café y crema que hacían parecer la enorme casa más refinada, sin embargo la forma del amueblado e iluminación tenue daban la impresión de ser algo rustico.

Despiadado ©Where stories live. Discover now