IV. El canto de la muerte

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La enérgica voz del caporal señalando la finalización de la jornada se oyó en todo el recinto agrario.

Los peones comenzaron a surgir de entre los cañaverales con machete en mano, el agotamiento de sus cuerpos se reflejaba en las ropas sudorosas. El trabajo había culminado y podrían retirarse a descansar.

Dionisio hizo oídos sordos al llamado, continuó cortando la caña en gesto autómata.

Sus pensamientos estaban concentrados en otros asuntos. Le quedaban tres días para realizar el encargo o las consecuencias serían nefastas para él.

Vanamente había intentado escaquearse de aquella sórdida tarea, pero ese ente que lo acompañaba se lo impidió de una forma aterradora.

Aún sentía la piel palpitar por los arañazos brutales que recibió el día anterior, en un momento de efímera valentía. Sintió cómo unas garras le cortaban la piel igual que un cuchillo de carnicero.
Ese esbirro maligno no lo dejaría en paz hasta que ejecutara el trabajo.

Necesito un niño, susurró.

—¿Qué has dicho?—preguntó Ambrosio al oírlo murmurar—. ¿De nuevo hablando solo? Si sigues así terminarás en el manicomio igual que tu padre —soltó una risotada.

—Para que lo encierren en el sanatorio deberá hacer algo igual de espeluznante que don Rómulo —dijo Humberto en tono venenoso—. Y así perder lo poco que le queda.

Los peones intercambiaron más risas y comentarios sarcásticos.

—Me alegro de que don Rómulo esté muerto, pudriéndose bajo tierra —manifestó Ambrosio sin reparos—. Ya no tenemos que acatar sus órdenes ni las tuyas, Dionisio —escupió al suelo—. Tan altivo que te veías y ahora eres igual a nosotros.

Dionisio escuchó en silencio las mofas hasta que un momento dado éstas terminaron por hartarle.

—Al menos yo puedo presumir de haber disfrutado de riquezas. En cambio ustedes —Los examinó con desdén—. Nunca en sus inmundas vidas podrán jactarse de ello. Seguirán siendo perros, solo han cambiado de collar, nada más.

Los jornaleros agraviados levantaron sus machetes y se acercaron a Dionisio con la ira tintada en los ojos.

Dionisio se mantuvo imperturbable. Esbozó una sonrisa maléfica que desconcertó a los hombres, pero fue la total negrura en la mirada lo que hizo que recularan.

—Por qué se alejan, ¿les doy miedo, acaso? —preguntó con la voz ensombrecida.

—Tus ojos... —señaló Ambrosio, asustado—. Son... totalmente negros. Es como si...

No pudo finalizar la oración.

Siniestros alaridos humanos y de animales atravesaron el espeso cañaveral, sobrecogiendo al pequeño grupo de adversarios. La sinfonía era tétricamente armoniosa, como un canto anunciando una horrísona muerte.

Abandonaron la disputa y fueron presurosos hacia el origen del espantoso sonido.

Fuera del cultivo encontraron los cuerpos mutilados de burros y caballos.

Presentaban profundos arañazos. La piel desprendida en tiras, vísceras esparcidas por doquier.

—Algo invisible... los mató —confesó trémulo uno de los peones.

—Brujería... El mal ha llegado al pueblo —arrojó otro, al tiempo que se persignaba con ímpetu.

Dionisio no necesitó hacer preguntas. Los cortes le dieron la respuesta. Si le quedaban dudas, el peso que sintió acomodarse en su espalda terminó por disiparlas.








Continuará...

Palabras: 499

Al caer la noche  ©Tahanan ng mga kuwento. Tumuklas ngayon