II. Lúgubre compañía

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El sol canicular del mediodía se proyectaba en el camposanto, dándole un aspecto siniestro.

Dionisio observaba el paisaje luminiscente con una sonrisa irónica, parecía tan lleno de vida.

Resopló, cansado. Otro domingo visitando la actual residencia de su madre, muerta hace siete meses.

Cruzó la calle al tiempo que se frotaba la espalda, había despertado con un inusual dolor en esa área. Daba la impresión que llevaba tras sí un pesado atado de caña.

Se detuvo frente al cementerio, dudoso de entrar. El aroma a muerte pulsaba en el aire, en la tierra... destino final que no discriminaba a nadie.

Ni siquiera el mausoleo más lujoso hacía la diferencia, cuando la tierra traga, poco le importa quien fue el humano que sus entrañas consumen.

Ladeó la vista al oír un ruido a su izquierda.

Un mendigo y su mascota se aposentaban afuera de la necrópolis, cerca a un gran contenedor de basura. El sujeto sostenía al flacucho perro por una fina cuerda que amenazaba con decapitar al animal.

Ambos compartían de la misma fuente restos de pollo y arroz. Náuseas le invadieron, no por la escena en sí, sino por el aroma a podrido que se le coló por la nariz.

Entró deprisa al recinto, aguantando las arcadas.

Minutos después se hallaba frente a los restos de su progenitora, sostenidos en una vasija fúnebre. El otro recipiente de a lado era un añadido que tenía que soportar: su padre. Un coloso arrogante reducido a cenizas.

Lo había enterrado junto a ella para quedar como buen cristiano ante los demás, cuando en realidad lo que quiso fue arrojar el cuerpo en el desagüe más inmundo que pudiera existir. Una morada digna de ese desgraciado.

Por culpa de él, toda la gente lo despreciaba. Por culpa de él, pasó de ser amo a sirviente.

Apretó los dientes por cada funesta imagen que recordaba. Una maldita película sin fin.

La risa de un niño atrajo su atención. Divisó a un infante jugar en el pabellón cercano. Fue verlo y recordar la conversación con ese extraño visitante.

Recorrió el lugar con la mirada, en ademán urgente, pero evitando levantar sospechas de sus ocultas intenciones. Todo indicaba que el chiquillo se hallaba solo.

Se acercó sigiloso, mientras maldecía por lo bajo. El dolor de su espalda se había intensificado.

—Hola... —saludó Dionisio.

El chico respondió con un grito desesperado que desgarró el ambiente.

Dionisio lo contempló, estupefacto. Iba a preguntarle el porqué del chillido cuando apareció la mamá.

Cuando la mujer confirmó que su hijo estaba bien le preguntó por qué había gritado.

—Ese señor... —señaló hacia él—, tiene una cosa muy fea trepada en la espalda. Sus ojos rojos me asustan mucho —se desató en llanto.

Lo que el pequeño dijo desarmó a Dionisio. Se echó atrás, espantado.

Huyó del sitio, tratando de quitarse de encima esa carga extra, invisible a sus ojos, que lo asfixiaba en su desbocada carrera.

Había descubierto que la maldad no la podía ver, pero la podía sentir.

Continuará

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Continuará...

Palabras: 499

Al caer la noche  ©Tahanan ng mga kuwento. Tumuklas ngayon