Capítulo 28 De Cacería

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Capítulo 28 De Cacería

Se oía el estruendoso galopar de los caballos en el bosque. Las ramas se quebraban y la hojarasca seca se levantaba tras el paso de las bestias en tropel. Los soldados del ejército del Sacro Imperio Germánico liderados por Edmund, se adentraban en la oscuridad de un bosque para acabar con una más de estas criaturas del mal. Mientras más se ingresaban en el boscaje, la oscuridad producida por el denso follaje hacía más difícil la búsqueda.

A lo lejos se veía la silueta de Leila vestida de blanco. Se movía con gracia y agilidad mientras corría a una velocidad impresionante. Esquivaba rocas y troncos de árboles con gran facilidad. Los hombres a caballo la seguían. Los ojos de los soldados permanecían fijados en la mujer que huía entre la vegetación del bosque contiguo a la mansión de Cuthbehrt.

De momento, Leila desapareció. Edmund y sus hombres llegaban a un claro en medio del bosque bordeado por espigados abetos, sauces llorones y robles enjutos y secos. Los hombres hicieron una fila en medio del claro. Costado contra costado los corceles se acomodaron y los soldados escudriñaban los alrededores alertas... muy alertas. Edmund colocaba su dedo índice sobre sus labios indicando a los hombres que hicieran silencio.

Unas ramas se oyeron quebrarse detrás de unos arbustos cercanos. El general ordenó a dos de los soldados que fueran a investigar. Los hombres a caballo ya se acercaban a los arbustos y estos se batieron con más fuerza. Ya los caballeros desenvainaban sus espadas listos a atacar cuando detrás de ellos salió saltando velozmente una liebre. Ambos soldados respiraron hondo dejando escapar el susto fuera de sus corazas, mientras observaban el animal escurrirse en su madriguera.

Los hombres continuaban a la expectativa de cualquier señal de movimiento. La naturaleza era su mejor aliada. Hasta la brisa dejó de soplar acallando el aullido del céfiro entre las ramas de los arboles. Unas hojas secas de roble cayeron girando suavemente en frente del rostro de uno de los soldados. El hombre elevó su mirada hacia el ramaje de los árboles. Antes de que reaccionara, Leila saltaba como una gata salvaje encima del soldado derrumbándolo de su caballo. Ambos cayeron al suelo dando vueltas sobre la hojarasca. Leila y el soldado lucharon por breves segundos pero la vámpir resultó más fuerte. De un zarpazo, Leila cercenaba el cuello del hombre. La sangre salía a borbotones de las heridas. Leila pegaba sus colmillos inmisericordemente alimentándose de la sangre del soldado que convulsionaba en su agonía.

Los soldados se apearon de sus caballos para atacar a Leila que permanecía adherida al cuello del hombre succionando la sangre. Una vez Edmund y los soldados se acercaron por la espalda de la mujer, esta reaccionó advirtiendo la amenaza y levantándose de encima del ya cadáver del soldado, produjo un sonido grotesco, similar al de un felino. Su boca chorreaba sangre y sus blancos y largos colmillos sobresalían de su boca de manera amenazante. Leila dio un brinco para ponerse de pie elevándose a varios pies del suelo y cayendo erguida a unos cuantos metros justo detrás del cuerpo inerte del hombre que ella acababa de asesinar.

Su blanco vestido teñido de rojo oscuro dejaba ver el rastro de la lesión en el costado que Edmund le había hecho hacía apenas una hora. Leila miraba el cuerpo de soldado que yacía tirado en el suelo. Su rostro denotaba el deseo por la sangre que aún brotaba de las heridas en el cuello de este. Era obvio que la mujer no había podido alimentarse lo suficiente. Edmund se acercó al cuerpo del pobre hombre y de un solo golpe de espada le cortó la cabeza. Los chorros de sangre que aun quedaban en el cuerpo tiñeron la hojarasca de rojo. Esto enfureció a Leila que colocaba una de sus manos sobre su costado malamente cortado y del cual aun emanaba espesa sangre negra y mal oliente.

La mujer volvió a emprender la huida. Corría nuevamente con rapidez y agilidad por el bosque. Los hombres nuevamente montaron sus caballos. A pie jamás la alcanzarían. Edmund avanzaba al frente y sus hombres detrás. –Está mal herida, no llegará lejos.– Edmund apretaba las riendas de su caballo y el animal galopaba raudo entre los árboles del bosque. Justo en frente de ellos la mujer corría; esta vez no tan veloz como en un principio.

–¡Dispérsense y rodéenle!– Edmund le ordenaba a sus soldados. De inmediato estos rompieron filas y se abrieron en la cacería del demonio por el bosque. Leila amainaba la velocidad de la carrera, pero seguía corriendo sin parar. Aun en su marcha erguida, ella volteaba su cabeza de lado a lado para ubicar a sus perseguidores. La mujer dio un giro inesperado a hacia la izquierda para adentrarse aún más en la densa región boscosa. Los hombres daban la vuelta detrás de ella sin perderla de vista.

La vegetación era el peor enemigo en esta ocasión. Cada vez se hacía más difícil correr a caballo sin toparse con alguna rama a la altura de sus cabezas o un tronco de frente que habría que esquivar. La mujer seguía corriendo desenfrenadamente. La respiración de las bestias se hacía más sonora, haciendo evidente el cansancio de los caballos que habían corrido por millas detrás de Leila.

Justo al frente se divisaba un riachuelo. Leila saltaba el arroyo con una agilidad impresionante cayendo de pie al otro lado. Las patas de los caballos irrumpían con su atropellado galopar en la tranquilidad del río haciendo turbias las aguas en la medida que se adentraban en ellas. Sin duda esto los retrasaría algo, pero había que acabar con la mujer así llegaran persiguiéndola al otro extremo del mundo.

Leila avanzaba en su carrera. Edmund y los soldados la seguían de cerca. Salieron de la espesura del bosque para adentrarse en un claro y de frente, la ladera empedrada de una montaña. Habían llegado hasta las faldas de la sierra de Harz. Allí Leila estaba acorralada. Sólo había una pared de piedra negruzca a sus espaldas. En pocos segundos llegaron los soldados liderados por su general. Leila estaba acorralada. Nuevamente los hombres la cercaban montados en sus bestias. La mujer retrocedía para encontrarse sólo con la fría roca. Edmund se acercaba aun más. Leila lucía agotada. La mancha en su vestido cubría ahora casi la totalidad de la rasgada tela de sus faldas. La mujer jadeaba por el cansancio y lucía más pálida de lo usual. Sus oscuros cabellos desarreglados cubrían parcialmente su rostro apenas dejando ver sus pupilas dilatadas ahora más negras que la noche y el par colmillos afilados que sobresalían de su boca cubierta de sangre seca.

–Ahora no tienes escapatoria Leila. Hasta hoy llegó tu existencia en este mundo.– Edmund ya estaba a unos pocos pies de distancia frente a la mujer endemoniada apuntándole con su espada y flanqueado por sus hombres.

–No lo creo.– Leila sonreía maléficamente. La horrenda pelinegra dio vuelta y dando un brinco quedó aferrada a la pared de piedra. Comenzó a escalarla utilizando sólo las manos y los pies como lo haría un arácnido. Los hombres la observaban perplejos. Leila continuaba trepando con gran agilidad.

–¡Cedric! ¡Las flechas!– Ordenó Edmund. Inmediatamente el soldado que cargaba el arco y las flechas preparó su arma y disparó. La flecha dio en la espalda de Leila haciéndola gemir de dolor. Leila detuvo por un segundo su escalada, pero se repuso de inmediato y continuó subiendo.

Ya ella estaba a unos pocos pies de la parte superior de la pared de la montaña. El soldado lanzó otra flecha... y una más... y otra más. Cuatro flechas estaban enterradas en la espalda de la mujer. Cuatro flechas se necesitaron para detenerla. Leila caía del acantilado empedrado al suelo de espaldas. Con el golpe, las flechas atravesaron su cuerpo para salir por su pecho.

Los hombres desmontaron de sus caballos al instante y rodearon el cuerpo inmóvil de Leila. Borbotones de sangre brotaban de la boca de la pelinegra que yacía en el suelo.

–Te dije que hasta hoy llegaría tu existencia en este mundo, engendro del demonio.– Edmund se colocaba a un costado de Leila. La mujer abría sus ojos enormes con una expresión de terror y sus ojos de ónix reflejaban el platinado filo de la espada mientras esta caía con fuerza para, de un solo golpe, cortar su cabeza. Esta rodaba por los suelos mostrando la misma expresión de terror que tenía al momento de su decapitación.

–Soldados, descuartícenla y quemen sus restos. Debo regresar al castillo con mi adorada Ardith.– Edmund montó su caballo y emprendió su regreso para ver a su amada.

Ardith (Español) [Historia destacada-Featured]Where stories live. Discover now