Capítulo 38

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Los cuatro cuadros fotográficos fueron llevados al hospital. El tamaño correspondía con la estatura de Légore, igual que el peso, así las mujeres dueñas de los fetos tuvieran pesos y estaturas diferentes.

Al llegar, debieron ser cargados sobre camillas como cualquier paciente. Siendo la maternidad un suceso natural visto como el mayor de los prodigios, el espectáculo de los cuadros creaba indignación y rabia.

Los vientres estaban abultados suponiendo el último mes de gestación. Pero no había forma de precisar el momento del parto cuando las pacientes estaban exentas de emociones. Los senos sobresalían delicados en alto relieve. Y debajo del pubis, entre las piernas, comenzó a fluir de uno de los cuadros, hilos de líquido amniótico que avisaban el alumbramiento. Era el signo de que el nacimiento sin contracciones estaba cerca.

Las emociones generadas en los pacientes y el personal médico, que presenciaron el desplazamiento de los extraños retratos hacia una de las salas médicas, concluyeron con algunos vahídos y demasiadas incertidumbres.

No faltó quién reprodujera el momento en el celular para alarmar en las redes sociales.

El médico Aranzazu que creía su labor terminada por aquel día, quedó consternado con el espectáculo previendo el reto que le esperaba. Inició con una consulta que jamás se le ocurrió durante su vida profesional:

—¿Y cómo se supone que va a pujar una fotografía?

—Ese es su trabajo, doctor —dijo la oficial Eminda—. Yo ya hice el mío.

Identificó la voz y de inmediato la buscó entre los presentes para acusarla con la mirada. Nata tenía sentido. Su cerebro abrumado por las circunstancias no previó una cesárea. El papel fotográfico de aspecto mate lucía firme como la piel humana, sin que el supuesto ser albergado en su interior pudiera deteriorarlo. O probablemente, sí previó la cesárea, pero a cambio de la sutileza del escalpelo sobre la piel sonrojada, un macabro pensamiento le insinuó un par de garras destrozando el papel desde adentro, luego de la decorosa abertura.

—Dios nos ampare —dijo el ginecobstetra, luego de contorsionar el rostro y santiguarse tres veces. Una vez por cada miembro glorificado de la sacrosanta colectividad trinitaria. Sabía que el maquiavélico asunto de naturaleza apócrifa demandaba la presencia de un consagrado equipo de trabajo.

—¿Y quién alimenta los cuadros de vida? —preguntó la doctora Swana—. ¿Dios, o...

—Ni lo menciones —intervino el ginecobstetra.

La solución iba en camino.

Légore agarró la mano de su hermana cuando sintió un tirón al interior de su estómago. Un dolor punzante que cortó su respiración, la obligó a arquear el cuerpo hacia delante y entreabrir la boca. Ante el asombro de todos, su barriga fue adquiriendo un leve abultamiento que insinuaba un vientre en gestación, hasta alcanzar la madurez de un abdomen redondo de curva pronunciada, que le estrechó la blusa y le forzó el pantalón de tela. Sucedió a la vez que el vientre emblemático de la fotografía perdía su gracia, sincronizados en una inexplicable transferencia de material genético y anatómico.

El proceso de desarrollo prenatal superó la velocidad del más nefasto pensamiento, cuando recorrió doscientos ochenta días en cuestión de pocos minutos para detenerse en el noveno mes de embarazo.

La música olvidada del coito con su aroma, casi pudo escucharla y hasta olerla el feto.

Los cambios físicos y sicológicos centellearon su existencia como el último latido antes de la muerte, que el dolor vivido, se convirtió en náusea y pánico absoluto cuando no hubo tiempo para la aceptación, pero sí, nueve meses transcurridos en tres minutos de rechazo. Ni siquiera alcanzó el tiempo para un antojo.

Entre vientres de papelWhere stories live. Discover now