Capítulo 37

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Debieron retirar el tapete y abrir la compuerta para descender más de veinte escalones en forma de espiral. El amplio sótano del templo tenía la forma de una gigantesca cámara estenopeica natural con varios compartimientos.

Era mucho más grande que la edificación religiosa, lo que suponía otras entradas clandestinas desde afuera.

Lo recorrieron sin separarse imaginando un laberinto. La luz en la parte exterior se reflejaba débil al abrirse paso por alguna rendija oculta en el piso que se convertía en un orificio estrangulador, logrando finalmente asfixiarla, para ser devorada por las partículas fantasmales de una noche atrapada entre las paredes sentenciando el ocaso. Debieron encender lámparas y proyectar el calor de sus espíritus ensalzados de fe, pero como siempre, había fisuras en algunos. En uno de los amplios cuartos estaban los primeros cuadros fotográficos distribuidos por pared.

Se percibía un fuerte olor a moho y azufre que fastidiaba en las fosas nasales. El padre Milson iba delante, guiado por el reflector de la lámpara de halógeno de espectro azuloso que los visualizó. Solamente algunos cuadros fotográficos lucían un vientre fecundo. La fiel representación de un vientre humano. Estaban en el último mes de gestación.

Las demás lámparas proyectaron sus espíritus azulosos en distintas direcciones del recinto para recrear la luminosidad de una luna atrapada al interior, luego de espantar los lémures.

—Su hipótesis es una verdad absoluta, doctor Sié —dijo la oficial Eminda—. No creo que hayamos vivido lo suficiente para ver esto.

Sin conformarse con el descubrimiento, quiso escudriñar más a fondo vaiveneando con el reflector de su lámpara en las alturas del socavón, consiguiendo fastidiar los ojos de una colonia de murciélagos que se desprendió como una ráfaga de lamentos nocturnos... Luego de revolotear al interior, los chillidos se convirtieron en ecos navegables que los condujeron afuera.

Después del susto, los reflectores fueron orientados en la dirección de los cuadros fotográficos. La voluntad de Légore se volvió añicos al apreciar su rostro en la primera fotografía que visualizó.

—¡Oh por Dios! ¡¡¡Marcus!!! —gritó, corriendo hacia el cuadro más cercano al imaginar un repentino movimiento fetal.

—¡Espera! ¡No lo toques! —la detuvo el clérigo con los garfios de un grito arrancado a la fuerza—. Obsérvalos. Todos tienen tu rostro.

El padre Milson ya había hecho el reconocimiento de varios de ellos.

Era la evidencia de que la fotografía del museo correspondía con el cuerpo de Légore. Quienes dudaron en su momento debieron digerir su incredulidad y atragantarse con las espinas dolorosas de lo que estaban viendo.

Dirigieron los reflectores sobre los rostros de cada fotografía expuesta en el inmenso salón.

—¿Y ahora qué, señor Sabelotodo? —preguntó la oficial Eminda al doctor Sié.

—Bueno... la hipótesis sigue en pie. Supuse que cada madre que perdió su feto y vientre, tendría una fotografía de ella a la que se haría la transferencia de material genético. No hay duda de que el diablo es astuto.

—¿Cómo sacaría las copias? —preguntó el agente Geison.

Todos lo miraron.

—Es la pregunta más tonta que alguien puede hacer. ¿Crees que después de transferir los fetos desde un vientre materno a una fotografía, le dé dificultad sacar una estúpida copia? De seguro que no usó impresora con wifi o plotter para sacarlas, ni anduvo con dos cuernos en la cabeza por todo el centro de la ciudad buscando un estudio fotográfico para que le hicieran el favor —manifestó la oficial Eminda molesta por la pregunta.

Entre vientres de papelDonde viven las historias. Descúbrelo ahora