Capítulo 26

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No tardé mucho para tener al bastardo que le arruinó la vida a mi hermana en mis manos; le agradecía el que se hubiese acercado a ella de nuevo, así me brindó la oportunidad de vengarme por completo por el daño que le hizo.

Con Sophie pidiéndome que rompiese la promesa que ella misma me obligó a hacer, me liberé y disfrutaría como nunca lo que a continuación iba a llevar a cabo.

Las vidas como la del miserable que atado se encontraba frente a mí, no me importaban en lo absoluto, ni siquiera habría en mi cabeza un recóndito espacio que pudiese guardar algún tipo de remordimiento. Por el contrario, el asesinarlo, el acabar con su existencia, me otorgaría una paz y una satisfacción que no fue completada con la tortura a la que lo sometí y que resultó no ser lo suficientemente dolorosa, ya que sus deseos por enfrentarme e ignorar mis advertencias, fueron más que el miedo que llegué a impartirle.

Su muerte sería rápida, necesitaba regresar a Rusia y cuanto antes mejor. No le dedicaría más tiempo a esta escoria, lo mataría y al fin mi hermana estaría tranquila con mi sobrino. Ya después me encargaría de volver, de convivir con ambos, porque, aunque mi corazón fuera un trozo de hielo, incluso cuando no les decía te quiero, los amaba, eran mi familia, la única que tenía, y sinceramente anhelaba pasar más tiempo con ellos, resarcir todos estos años, cuidarlos y protegerlos para que así de alguna forma mis padres descansen en paz.

—Despierta, bastardo.

Él abrió los ojos al escucharme, desubicado, confundido, y momentos después cayó en cuenta dónde y frente a quién estaba.

Movió las manos, tiró de las cadenas de las que colgaba su cuerpo; su imagen me era asquerosa y de nuevo el pesar y el coraje por saber que esa cosa tocó a mi hermana, resurgía.

Desquité la rabia que me carcomía, me acerqué y le propiné un golpe en el abdomen que le sacó el aire de los pulmones de forma súbita y dolorosa.

—Te advertí que no te acercaras a mi hermana, ¿en qué demonios estabas pensando cuando decidiste hablarle? Ni siquiera debiste respirar el mismo aire que ella —espeté furioso.

Tuve en la cabeza muchas cosas, cosas que me ponían enojado, y qué mejor forma de desquitar mi rabia que con él.

—¡Solo quería saber si era mi hijo! —se excusó, y el que dijera aquello, me hizo hervir aún más la sangre, como si esas palabras fueran una maldita blasfemia.

—Tu error vas a pagarlo con sangre.

—¡No me mates! Te juro que no volveré a acercarme a ellos.

Sonreí de manera mezquina y cogí la navaja que siempre mantenía dentro de los bolsillos de mi pantalón, una que estaba manchada con demasiada sangre.

—Tu voz me irrita, tu sola presencia me pone de muy mal humor, y es de miedo verme de malas, ¿sabes? Y tú tienes una facilidad para lograrlo, que me sorprende.

Empuñé la navaja y sin perder más el tiempo, deslicé el filo de ella con lentitud por el contorno de su cuello, ahí donde la piel es más suave y más delicada, expuesta y blanda, fácil para herir como lo es la mantequilla contra un cuchillo.

Cedió sin ningún problema ante él, así como su carne se abrió, abriéndose por completo. Desbordó la sangre momentos después. Salpicó mi ropa y manchó la suya. Se expandió con prisa, empapó todo y llenó la habitación de un olor a óxido que a decir verdad, estaba acostumbrado a respirar.

Me encantaba ese olor a sangre, a muerte. La manera en que veías como la vida escapaba de sus ojos, para así dejar una mirada vacía con el terror grabado en ella.

Sádico ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora