La esperanza conlleva...

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El olfato nunca ha sido mi fuerte entre los sentidos. No tengo una nariz sensible y no distingo olores muy fácilmente; ha sido así desde que soy un niño. Sin embargo, creo que si me trajeran aquí con los ojos vendados y los oídos cubiertos, yo de todas maneras reconocería este lugar con solo inspirar una vez. 

¿Será que los hospitales usan el mismo ambientador que, da igual a cuál vayas, huelen todos igual?

El olor es agobiante y el blanco estéril me provoca el inicio de una jaqueca en las sienes. Arrugo la nariz y continúo mi recorrido por los pasillos del centro de salud de la ciudad en la que me crié, abrazando contra el estómago el deteriorado bolso que me ha traído hasta aquí.

Pese a que el hospital es grande y confuso como un laberinto, encuentro la habitación cuarenta y cinco del segundo piso tan fácilmente como si el camino estuviese marcado. Echo un rápido vistazo al interior a través de la ventana lateral en la puerta, y mordisqueo el interior de mi mejilla, preguntándome si debería esperar por ella en el pasillo. 

Después de vacilar algunos segundos, termino por deslizar la puerta y me adentro en la habitación. De esa manera, dentro de estas cuatro paredes solo quedamos dos. 

Me acerco a la camilla ubicada en el centro a paso lento y cuidadoso, como si intentase no despertarle con el sonido de mis tenis sobre el linóleo. Lo cual es estúpido, me digo, y me fuerzo a andar con normalidad hasta quedarme de pie a su lado.

Las sábanas que lo cubren de las axilas para abajo no llevan ni una sola arruga, y el cabello castaño que reposa sobre su frente está perfectamente peinado, más largo de lo que recuerdo, pero eso tiene sentido, porque la última vez que visité fue hace ya varios meses. Me inclino sobre su cuerpo, alineando mi rostro con el suyo inmóvil y sereno, vacío e imperturbable. El rostro de alguien que fácilmente podría pasar por un cadáver, si no fuera por el sosegado ascenso y descenso de su pecho.

Doy un bote cuando la puerta se abre otra vez y vuelvo a erguirme correctamente, dando un paso atrás. Desde el umbral de la puerta, los ojos opacos de mi madre me miran con recelo antes de desviarse hacia la persona sobre la cama, en busca de algo fuera de lo normal. No encuentra nada, así que cierra la puerta y se acerca, frotándose los brazos por encima del cárdigan viejo, tanto que las pelotillas en la tela son evidentes a simple vista.

―Lamento hacerte esperar, estaba hablando con una de las enfermeras ―explica, y por un momento escucharla hablar en mi lengua materna, el mandarín, me causa una oleada de nostalgia.

Como hijo de inmigrantes chinos, mi primer idioma fue ese, pero lo aprendí de oído, nunca formalmente, y si no lo oigo seguido me vuelvo torpe y pierdo fluidez. Desde que me mudé a Seúl apenas tengo contacto con el idioma, solo le doy uso cuando vengo aquí, y mamá y yo hablamos poco y nada.

Asiento, observando los nudos en su cabello corto que no se ha tomado el tiempo de desenredar, y en su lugar ha solucionado atando descuidadamente los pocos mechones que tienen el suficiente largo para ser sostenidos por una coleta. Aparto la vista también.

Se acerca al cuerpo en la camilla y acomoda las sábanas como si no estuvieran ya minuciosamente arregladas y sin ningún pliegue.―¿Pudiste encargarte de lo que te pedí? No quería molestarte, pero tu tía no puede por ahora. Tu primo se embriagó otra vez e hizo alboroto, la policía tuvo que detenerlo de nuevo. Como es la tercera vez que pasa, van a mantenerlo detenido más tiempo y cobrarle una multa. Tu tía lleva días intentando sacarlo.

Asiento otra vez, completamente desinteresado por la tendencia de mi pariente a alterar el orden público, y le tiendo el bolso al que llevo aferrándome desde que dejé la casa en la que solía vivir. Lo llené con la ropa de mi madre y otras cosas de aseo personal que me ha pedido. Ella me tiende el otro bolso, pero éste está lleno de ropa usada. Solamente tengo que llevarla de vuelta a la casa, meterla en la lavadora y ponerla a secar.

―¿No dejas el hospital ni por unas horas? Debe ser duro para tía Li hacer esto todas las semanas ―comento, reclinándome contra el alfeizar de la ventana, lo más alejado posible de la camilla.

―A veces, pero prefiero no hacerlo. La casa está lejos de aquí, puede pasar algo mientras no estoy ―responde, masajeando las extremidades inmóviles del chico sobre la cama―. Puedes irte ya, Luhan. Lamento molestarte.

También quiero irme. No tengo nada que hacer aquí, y la visión de mi madre cuidando de un cuerpo más de lo que cuida del suyo me llena de amargura.

No me muevo y el silencio se extiende, solo interrumpido por el aparato que señala las constantes vitales pitando suavemente de fondo. Los hombros de mi madre se desinflan en una exhalación.

―Nunca me preguntas cómo está ―me reprocha―. Apenas vienes, y cuando lo haces solo te quedas ahí parado, con esa expresión. ¿Cómo puedes ser así? Yixing es tu hermano pequeño, Luhan...

Tenso la mandíbula y la miro. Mi respuesta no vacila en lo más mínimo.

―¿Por qué tendría que preguntar cómo está alguien muerto?

El rostro de mi madre no muestra ninguna emoción más que profundo, desmedido cansancio. Hemos tenido este misma conversación demasiadas veces.

―Vete. 

Rebusco en los bolsillos traseros de mis pantalones y saco el sobre arrugado que he encontrado dentro del destartalado buzón esta mañana. Se lo tiendo, ella lo toma en una mano temblorosa y lo abre con lentitud. Mientras lee, parece envejecer diez años y su espalda se inclina un poco más en una curva débil. Vuelve a cerrar la carta, sin mirarme.

Ha llegado el aviso para el servicio militar de Yixing.

―¿No solicitaste los beneficios por discapacidad? ―cuestiono.

―No.

―¿Por qué no?

―Creí que despertaría para cuando llegara el momento de su servicio ―deja la carta sobre la pequeña mesa a un lado de la camilla.

―Pues ya han pasado seis años.

Me ignora, toda su atención centrada en amasar la carcasa de lo que un día fue mi hermano menor.

Me ha costado un largo tiempo pero, en realidad, yo lo entiendo.

Mamá ha decidido creer que él va a despertarse. No cree porque tenga razones legítimas, sino porque necesita hacerlo. Si no cree, si no guarda por lo menos la más pequeña de las esperanzas, no podría soportar mantenerse aquí. 

La esperanza conlleva grandes calamidades.

―Vete, Luhan.

Ahora sí, obedezco. Antes de cerrar la puerta, le digo:

―He dejado dinero en el bolsillo interior. Sé que sabes cómo lo obtengo y que te repugna cómo vivo. Puedes tirarlo si no lo quieres. Voy a volver a dártelo el próximo mes, de cualquier manera.

Al dejar el hospital, no volteo ni una sola vez.

Tengo un hermano menor que ha fallecido hace años.

Lo que queda de él, aparte de su recuerdo, es un cuerpo frágil que no ha demostrado signos de despertar ni una sola vez. Ningún movimiento esporádico de sus dedos de las manos o de los pies, ni siquiera un cambio en el ritmo de su respiración. Solo un cuerpo paralizado en una cama.

Y yo quiero, de vez en cuando, en ocasiones mucho más que otras; que eso único que resta de él muera, también.




Ellipsis «hunhan»Where stories live. Discover now