Capítulo 3: Ciudad Pacífico. Ryan.

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Las principales armas de las harpías eran su voz, que podía hipnotizar como el canto de una sirena, y sus vómitos, los cuales variaban en hedor, color y consistencia; según el efecto que quisiera lograr: sueño, quemaduras, ceguera y hasta la muerte. Así que debería ser precavido. Él también tenía poderes, como la lanza y su cola venenosa, pero había uno que no debía utilizar: la llamarada.

<<Soy un idiota ―se maldijo―. Debo recordar practicarlo más para las próximas búsquedas.>>

Llegó la noche y se levantó de un salto. En ese instante, sufrió una punzada en la sien y al tocarse las orejas, encontró un líquido de color azul. Se limpió con los pulgares y no le dio más importancia. Había llegado el momento. No sentía miedo ni nervios, solo furia salvaje. Rápidamente se vistió con una vieja remera negra que tenía descascarado el logo de Star Wars, pero era de la suerte. Ocultó las cicatrices de sus muñecas con una muñequera deportiva y un reloj de malla gruesa. Fue al baño, se bajó el cierre del pantalón, tomó su miembro y orinó un chorro largo en el inodoro. Su falo oscuro y de casco rosado era largo aún fláccido y arrugado. Sus testículos eran enormes, tanto que una de sus amantes le dijo una vez que tenía dos huevos de avestruz, y tenía ya bastante vello púbico. Terminó de orinar, se subió el cierre y salió a toda prisa del baño. Luego, verificó el contenido de la mochila, se la colgó al hombro, subió al alfeizar de la ventana y salió hacia la guarida de la harpía.

Al fin llegó y los perros vecinos enloquecieron. Pero Ryan los ignoró y saltó un muro estriado de enredaderas. Entró por la ventana del comedor y ni bien sus zapatillas tocaron el piso, se transformó en bestia. Ahora sus garras eran largas, negras y relucientes. Luego, hurgó en su espalda por debajo de su remera y, con un gruñido, extrajo una lanza ensangrentada de su espina dorsal. Era toda de metal rojo, del color de la lava ardiente, y en uno de sus extremos, terminaba en una cuchilla triangular, Al menos para el demonio era maleable como una vara de madera. Ryan amaba su lanza, desde chico se sintió fascinado por ella, y confiaba en esa arma, su principal aliada contra sus enemigos.

De pronto, un joven con la mirada perdida y la boca abierta, salió de una puerta y le disparó con una pistola. Ryan lejos estuvo de sorprenderse y menos sentir temor, sabía de esos esclavos de las harpías. Algunas balas penetraron su piel rojiza y le dejaron huecos chorreantes de sangre. Pero Ryan no cejó en su determinación. Hacía falta más que un arma humana para darle muerte. No obstante, sabía que por nada debía derramar sangre humana con sus propias manos. Así que le tiró un jarro en la cabeza y luego, corrió por la casa en busca de la harpía. Podía detectar su olor muy cerca, en ese mismo piso. Varios hombres lo atacaron con un atizador, cuchillos y armas de fuego. A todos, Ryan los venció sin utilizar sus poderes.

Al fin, encontró a la harpía en la cocina, donde había una olla hirviendo sobre una hornalla. Era bella como un ángel y sus rizos dorados caían en cascadas sobre los hombros.

―¿Qué quieres de mí, demonio? ―le preguntó y blandió un cuchillo frente a ella.

Ryan no respondió. No sintió miedo pero puso en alerta sus sentidos. Su respiración se tornó agitada. Arrugó el entrecejo y se acercó a la harpía con pasos cautelosos, sin quitarle los ojos rojos de encima y sosteniendo con firmeza la lanza con ambas manos.

―Tengo amigos poderosos. ¡Acabarán contigo si me lastimas! ―amenazó la harpía.

Ryan continuó sin hablarle. Stuart le había enseñado que en las peleas, había que pelear, eso de charlar era una mentira de Hollywood. Así que simplemente, tomó impulso, como si sus piernas fueran un resorte, y se lanzó contra su enemigo. Apuntó con su arma a la yugular. Pero ésta saltó justo a tiempo a un costado, ágil como una gimnasta. La lanza impactó en el mármol de la mesada y lo partió a la mitad como si fuera de papel.

Aullidos, flama y un corazón.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora