Remontándonos al siglo XVIII, una hermosa chica encontró en medio del bosque un, aparentemente, abandonado castillo.
Entró y descubrió un millar de riquezas: diamantes, gemas, plata y oro.
Pero, su mayor descubrimiento fue el hombre de pálida piel...
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El color carmín de la sangre adornaba cada lugar, el césped, las paredes del castillo, hasta la misma luna que iluminaba el cielo nocturno parecía teñirse de rojo. Era imposible saber cuántos habrían muerto y cuántos morirían en los próximos minutos.
Los vampiros habían salido de la nada, corriendo de entre los árboles como alimañas. Su aspecto era igual que el de los demás, pálidos, de ojos ambarinos, algunos rojos, lo único que los diferenciaba era la opacidad en sus miradas, como si carecieran de alma.
En medio de caos y las muertes, surgió la figura fantasmal de una mujer, sus espeluznante ojos carentes de color brillando fervientemente. Ella sonreía y nadie se molestaba en detenerla mientras avanzaba, no por falta de intentos, sino porque parecía rodearla una marea de poder oscuro.
Impredecible, astuta y malévola, avanzó hasta el interior del castillo, llevando a cuesta el cuerpo de una joven que se retorcían, clamando a gritos ayuda con desesperación.
La lucha no se detenía, parecía un fuego poderoso e inextinguible.
Era luchar o perder la vida y nadie se amilano al inmiscuirse en la pelea.
Cabezas rodaban.
Cuerpos sangraban.
Gritos retumbaban.
Lágrimas caían.
La desesperación reinaba.
Cuando la luna estaba en el punto más alto, llena y reluciente, una figura masculina alzó una gran espada, tomando desprevenida a la mujer maligna, la atravesó con el metal y dejó que su cuerpo empezara a desangrar.
Más no fue la única que salió herida, puesto que a rastras llevaba a otra joven, que también perdía la vida.
Una cabeza fue separada de un cuerpo.
La muerte reinó en aquel paisaje sanguinario.
Vampiros, de la nada, se convirtieron en cenizas.
Y el silencio cayó pesado, asfixiante y eterno.
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