Día 20 - 16 de Septiembre de 2012

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Día 20- 16 de Septiembre de 2012

Cuando he despertado, me he dado cuenta de que, nuevamente, todo había cambiado para mí.

Me hallo recluida en una celda de las mismas características de las que ya tan bien comienzo a conocer. Ventana trabada, puerta de barrotes, y poco más que debiera destacar. Una triste bombilla que cuelga del techo me regala una poca luz, la justa para poder apreciar que, en el centro de la estancia, en el suelo, reposaba mi diario. No a mucha distancia de éste, mi maleta. El resto, lo de siempre; paredes de cemento puro y duro, el suelo desgastado y rasposo y, para no variar, todo sucio y mohoso.

Ahora mismo no estoy sometida a amarre alguno, sino al contrario. Soy totalmente libre, bueno, tanto como pueda serlo entre estas cuatro paredes que, ahora mismo, son mi jaula particular. Me desplacé hace no mucho rato hasta el punto en que este cuaderno contactaba con la mugre del concreto bajo mis pies. Estuve poniendo al día el diario de infierno, narrando los acontecimientos de los últimos días, pues hacía varios que no podía hacerlo.

Tras ingerir una pequeña porción del repugnante pastel de carne que me sirvieron no hace mucho, tragar todo el agua y debatirme interiormente sobre si seguir escribiendo o no dado que la mano empieza a darme ciertas molestias al forzarla, he decidido que voy a tomar un descanso. Total, no tengo nada mejor que hacer aquí encerrada cual pajarillo enjaulado y aún tengo algunos dolores en ciertos puntos, malestar también, todo a causa de lo que he venido viviendo últimamente. En fin, que luego tomaré otra vez boli y diario, ahora voy a ver si duermo un poco porque estoy, ciertamente, muerta de sueño. Uno más fuerte que mi voluntad, uno que me arrastra irremediablemente hasta dejarme en manos de Morfeo, sirviéndole en bandeja que me lleve con él a sus dominios.

Como se preveía, dormí profundamente quién sabe por cuánto tiempo. Al abrir los ojos, todo era extraño para mí. Otro tipo de luz me bañaba, luz natural que caía directamente sobre mi cuerpo, mientras yacía tirada en un suelo algo polvoriento que no se me asemejaba al de la celda descrita con anterioridad. Al enfocar por completo la vista me sorprendía al saberme acompañada. No sólo eso, sino acompañada fuera del cubículo.

Lentamente me puse en pie, costándome más trabajo del que creía para ser sincera. Rodé los ojos tras sentir el dolor recorriendo cada milímetro de mi cuerpo, aguanté una maldición y deslicé la mirada por sobre toda aquella gente, pues no eran ni una persona ni dos las que me rodeaban, sino muchas más. Hombres, mujeres y niños; algunos se me hacían conocidos, pero descarté la opción de conocerlos cambiando ese pensamiento por uno más lógico, y es que era normal que me sonasen tras verlos durante días ocupando distintas salas de este lugar.

Todos ellos se hallaban de pie, sin separarse mucho de los muros y permitiéndome así apreciar que las puertas constituidas de barras metálicas estaban abiertas. Con ese detalle, la teoría de que fuesen sus ocupantes cobró mayor fuerza. Un intenso y extraño silencio reinaba el lugar. No se escuchaban lamentos, ni quejidos ni gritos agónicos y, ni siquiera, las súplicas de liberación. Nada, simplemente reinaba la quietud, cosa que resultaba extraña, aunque, a decir verdad, no era aquello lo más inquietante. Me sentía como un mono de circo, con decenas y decenas de ojos sobre mí, los cuales parecían expectantes. ¿Qué miraban? ¿Qué sucedía? No podía evitar preguntarme eso y cosas por el estilo, bajo el potente yugo de su mirada que no hacía sino provocarme estremecimientos y sembrarme miedo y dudas.

Cuando llevaba quizá dos minutos eternos plantada allí en medio, un ruido se escuchó por el lugar, cosa que provocó que aquellas personas apartasen su mirada de mí como si el verme les quemase las retinas. Volteé lentamente, atemorizada por lo que podía ver al girar por completo, y me detuve al posar mi mirada sobre un grupo de tres personas que pude reconocer. La mujer era aquella que nos llamó la atención el día de nuestra llegada, al salir del ascensor, y los dos varones no eran otros que los que me proporcionaron mi primer tormento en este horrible lugar, cuando recién me quedé sola. Mis ojos pululaban nerviosamente sobre ellos, hasta que aprecié que la fémina portaba un arma en la mano derecha. Ahí, automáticamente, quedé congelada e incapaz de dejar de mirar el objeto. «¿Una pistola? ¿En serio?», me pregunté. ¿Para qué podía querer el arma? Me iba a matar, ¿sería eso? Realmente lo barajé, no podía descartarlo, menos aún al darme cuenta de cómo sus ojos penetraban en los míos haciendo que en mi interior cundiera el pánico.

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