La crucifixión de los ciegos - Capítulo IX (9)

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—Tengo un mal presentimiento.

Bernard salió corriendo de la habitación de Gunter y se dirigió hacia las ruinas del templo. La oscuridad de la noche se cernía aún sobre la pequeña ciudad, aunque no tardaría mucho en amanecer. De su coche, que estaba aparcado frente a la pensión, sacó dos linternas, una barra de hierro y una pistola que guardaba por si la necesitaba para ocasiones extremas. Claus agarró su cámara y se fue tras él, y Eva cogió otra barra de hierro y se sumó a la búsqueda.

—¿Estás seguro que encontraremos a Gunter en ese lugar? —preguntó Eva.

—Casi al cien por cien.

El dueño de la pensión avisó a la policía y al cura. Desde el mando de control de la policía le enviaron dos patrulleros. No era la primera vez que algo extraño sucedía cerca de aquel lugar, pero jamás había desaparecido una persona de esa manera.

—Acércate por favor, Eva. Coge esta linterna y sígueme —ordenó Bernard.

Eva respiró profundamente y alumbró el suelo.

—Fijaos en eso.

El extraño rastro se veía claramente.

—¡No quiero entrar ahí! —dijo Eva, asustada.

—Muy bien, pero yo no pienso abandonar a Gunter.

La mujer, que seguía espantada, se colocó las gafas y volvió a inhalar una gran aspiración de aire.

—Vale... te sigo.

—¿Estás segura?

—No, pero te sigo igualmente —contestó.

En el estrecho pasillo, las paredes cambiaban de color como si se encontrasen dentro de un túnel de cristal a varios metros bajo la superficie del mar. Los tonos negros se mezclaban con sombras grises y se desvanecían en olas púrpuras.

—Lo estoy grabando todo —dijo Claus.

—¿Crees que es momento para hacerlo? —preguntó Bernard.

—Somos científicos y a esto es a lo que nos dedicamos, además...

Un chillido horrible interrumpió a Claus. Se parecía mucho al ruido que hacen los cerdos tras ser degollados por un mal matarife. La angustia y la desesperación flotaban en el aire y resecaba las gargantas de los tres compañeros.

—¡Mirad!

Claus mostró la cámara.

—¡No es posible! —exclamó Eva.

En las desnudas paredes de la plaza no había nada, pero en el monitor de la cámara aparecían los desgraciados que habían sido cegados, torturados y crucificados. Sus entrañas colgaban aún desde sus costados y sus lenguas se desprendían por sí solas y se caían al suelo. La piel de sus caras se deshacía como arcilla recalentada y se deslizaba por el cuello y la harapienta ropa. Se adherían a los botones rotos y a los bolsillos que colgaban.

—Pero...

Claus no acababa de dar crédito de lo que veían sus ojos. Una sombra, negra y etérea, flotaba como un enjambre de mosquitos malditos. Se posaba sobre los moribundos y los envolvía igual que la peste. Uno tras uno, los cuerpos se marchitaban, y uno tras uno, regresaban a su demacrado estado para volver a ser devorados... hasta la eternidad.


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