La crucifixión de los ciegos - Capítulo V (5)

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—¡Cuidado! No quiero que se dañen las estructuras colindantes. Recordad que llevan en pie casi trescientos años.

Bernard Weiss descubrió hace poco la existencia de un templo oculto en el centro de una pequeña ciudad. Cuando un avión robot sobrevoló la zona por primera vez y sacó fotografías aéreas, no se imaginaban que, rodeado por edificios y una pequeña plaza, descubrirían las ruinas de un templo que parecía pertenecer a la época romana. Cuando comunicó el descubrimiento a los rectores y responsables de la universidad, se tramitaron de inmediato los documentos oportunos, se obtuvieron los permisos y se consiguió la financiación necesaria para comenzar el trabajo.

—¿Por qué no se tira en vez de desmontarla? —preguntó uno de los obreros.

—No hemos venido a destruir, sino a investigar —contestó Bernard.

—Pero si casi no se mantiene en pie.

—Creo que si no llegamos a entrometernos se mantendría en pie durante mucho más tiempo que los edificios que hay alrededor.

Desde abajo veía cómo los trabajadores subidos en una grúa desmontaban la pared piedra a piedra, fotografiando cada fila que quitaban y bajando las piezas para ser catalogadas y guardarlas para su posterior estudio.

El joven arqueólogo, de cabellera rubia y fina, y con rostro angelical recién afeitado, tenía la mirada clavada en los movimientos que hacían los trabajadores. Su estatura era más bien mediana. Su madre, de procedencia búlgara, se trataba de una mujer extremadamente hermosa pero no demasiado alta, y eso lo había heredado de ella junto a sus ojos castaños que, de vez en cuando, parecían tornarse amarillos en función de la exposición de la luz existente que hubiere. Había dedicado su vida al estudio de las culturas antiguas y en especial a la de las tribus germanas y a la de los romanos. No era muy dado a los deportes y, aunque era muy delgado, no lucía ni un dorso musculoso ni un abdomen marcado.

—En las fotografías aparecía un estrecho pasillo que conducía a una plaza. ¿Podéis verlo? —preguntó Bernard.

—Ahora sí —gritaron los trabajadores.

—Bien... seguid así.

El joven se acercó a una taberna cercana donde el resto de su equipo se había parado para comer. Eva, Claus y Gunter disfrutaban de un plato de guisado con patatas, judías verdes y carne de ciervo, acompañado con ensalada de raíces frescas y salsa de moras rojas.

—¿Te sientas a comer con nosotros?

—No, Gunter. Estoy demasiado nervioso.

—Pues tú lo pierdes. La comida está buenísima.

—No me cabe la menor duda.

A Gunter le gustaba comer y eso se reflejaba en su gran barriga, sus redondeados mofletes y su papada. Eva, más fina y esbelta, ocultaba su belleza tras unas gafas de pasta negra y una descuidada cabellera, mientras Claus, el más fuerte y apuesto de todos, no destacaba por sus conocimientos académicos, pero su capacidad de manipular a los demás, para conseguir lo que quería, resultaba muy útil cuando trabajaban lejos de la universidad.

—No tardéis demasiado que estamos a punto de despejar el paso —dijo Bernard.

La crucifixión de los ciegosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora