La crucifixión de los ciegos - Capítulo I (1)

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Cuando la oscuridad forma parte de tu vida, y la gente que te rodea te evita con el fin de no adentrarse en ella, llega el momento de apartarte del mundo conocido y crear uno nuevo. Un mundo que únicamente esté hecho para ti... y los tuyos.

*

Las baldosas de la ensuciada plaza, gélidas por el frío intenso, resultaban ser un lugar horrible en el que pasar la noche. Las pocas palomas que se acercaban para comer los restos de migajas olvidadas, junto a los pellejos de piel de los cortes suturados, se convertían en el objetivo perfecto para los parroquianos hambrientos de ese lugar olvidado por los hombres y por Dios. El camuflado hedor de los cuerpos congelados se liberaba con los primeros rayos de sol, que revelaba las heridas de los pobres que sirvieron de banquete para los perros salvajes y que, por un motivo u otro, perecieron durante la noche. Las campanas de una iglesia lejana anunciaban el comienzo de un nuevo día y los afortunados que sobrevivieron a la gélida y dura oscuridad se levantaban escasos de fuerzas y de moral, dedicándose únicamente a deambular como fantasmas famélicos entre la multitud de un mercado cercano.

Borrachos, mendigos, mutilados... desgraciados. Las escaleras del templo romano abandonado servían de asiento para muchos de ellos y el interior en ruinas lo usaban para cobijarse. Hacía ya siglos que nadie frecuentaba esa plaza aparte ellos. Los edificios de piedra y de cemento barato que se levantaron a su alrededor, la convirtieron en un patíbulo de una cárcel improvisada que sólo disponía de un estrecho pasillo hacia el exterior. Los dueños de las casas nunca abrían las ventanas que daban a ese lugar. Cerraban los ojos ante lo evidente y se olvidaban de la caridad cristiana que les habían inculcado con esfuerzo y paciencia sus progenitores, pero que no aprendieron nada de ellos. Muchos llamaban a ese lugar basurero, otros ni siquiera sabían que existía y unos pocos, los más desvergonzados, incluso lo denominaban estercolero humano.

Los veranos y los inviernos pasaban de largo y los años mellaban la carne y la vida de los rezagados que apenas se aventuraban a salir al exterior. Los pocos que se atrevían, recolectaban restos de verdura estropeada, tripas de pescado y limosnas de ciudadanos que buscaban una limpieza rápida, insulsa y despiadada de conciencia. El estado de deterioro que presentaba esa gente era deplorable. Poco a poco la indignación mostró su rostro y el alcalde del pueblo, cabreado y fuera de sí, tomó la decisión de acabar con el asunto de una vez por todas.

«Prometí limpiar la ciudad y eso haré», dictó.

Una tarde encapotada de 1803, en la pequeña ciudad de Grussent, Hannover, ni los cuervos que descansaban sobre los inclinados tejados ni los copos de nieve que luchaban contra el viento para conseguir alcanzar la superficie, se esperaban lo que estaba por llegar. La histeria colectiva, acompañada por la locura y la exaltación, condujeron a la mitad de los habitantes y a su alcalde frente al estrecho pasillo que llevaba hacia el templo de los desgraciados. Los truenos estremecían las paredes de los edificios cercanos y los rayos desvelaban las tormentosas expresiones de los portadores de estacas, palas, sierras, pinchos, hierros y clavos. El imperceptible ruido del silbato del demonio enrabietó a los presentes trasformando sus ojos en espejos sedientos de sangre y sus manos en instrumentos estériles y malignos. Muchos de la otra mitad que permaneció oculta en sus casas dejando las calles desiertas, las tiendas cerradas y las almas inquietas, empezaron a rezar el padre nuestro, abrazados a sus hijos, sujetando iconos de santos y santiguándose sin parar. Lentamente y sin tener ningún sentido, las plegarias se convirtieron en himnos satánicos que acallaron las voces de los animales, el sonido de las hojas de los árboles y el rugir del río cercano, para dejar lugar a un maléfico silbido que se adueñó de sus corazones.

La crucifixión de los ciegosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora