La crucifixión de los ciegos - Capítulo III (3)

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Los hombres que se habían trasformado en bestias recobraron el conocimiento. Se aclararon sus ojos escocidos y empezaron a verse unos a otros hasta que, inevitablemente, se miraron a sí mismos. Les horrorizó ver la sangre pegada en su ropa, sus manos sucias y quemadas, las aves que descendían desde lo alto y huían de la tormenta que se avecinaba para alimentarse de los mutilados cuerpos y los restos de ojos desechos esparcidos por el suelo. Asustados y sin poder creerse lo que acababan de hacer, gritaron y se sacudieron igual que se sacuden y se revuelven los cerdos cuando los persiguen con piedras y los golpean en la cabeza.

—¡Salid todos de aquí! —gritó el alcalde, atormentado.

Su chaqueta de costura fina, botones bañados en oro y bolsillos de diseño, se había transformado en un paño de sangre que tenía vísceras incrustadas y restos de carne chamuscada. El hedor le revolvía las tripas y le entraban arcadas. La sensación de culpabilidad le corroía y nada ni nadie en el mundo sería capaz de expiar el pecado cometido.

—¿¡Qué hemos hecho!? —gritó de nuevo el alcalde.

La multitud corrió por el estrecho pasillo, golpeándose e hiriéndose contra las paredes, cayéndose al suelo y empujándose entre sí. La falta de cordura se convirtió en una indescriptible sensación de terror y remordimientos que les recomía por dentro y anulaba su amor propio, su orgullo y sus ganas de vivir con dignidad.

El alcalde esperó a que todos se marchasen y permaneció de pie en el centro de la plaza sin poder creer lo que contemplaban sus ojos. Se santiguó un par de veces y, al hacerlo, un fuerte dolor de estómago le recorrió el cuerpo hasta subírsele a la garganta. Se ahogaba. Se asfixiaba. El calor que desprendía su sangre al circular frenéticamente por su torrente sanguíneo hacía que la piel se inflamase y enrojeciese.

—Debo salir de aquí —musitó.

Corrió como un loco intentando no resbalarse con la sangre derramada que se espesaba lentamente al perder el calor de un corazón que late. Se agarró por las paredes y se torció los dedos hasta rompérselos. El estrecho pasillo parecía cerrarse ante sus ojos, pero era un espejismo. Los que le esperaban en el otro extremo observaban atónitos la manera en la que su alcalde se auto fustigaba, y ninguno estaba dispuesto a adentrarse allí dentro para ayudarle a salir.

Somos unos cobardes, cobardes y asesinos, pensaron todos.

Cuando faltaban tan sólo unos pocos metros para que el alcalde saliera del pasillo, una fuerza invisible se alzó frente a él como si una pared le cortase el paso. A pesar del dolor que le provocaban los dedos rotos, golpeó la pared con fuerza una y otra vez. Gritaba como un desalmado, pero su voz se perdía en la nada y su rostro lleno de sangre se ahogaba en el sufrimiento del miedo provocado por los pecados cometidos.

La muchedumbre, en vez de intentar cualquier otra cosa para ayudarle, se alejó aún más. Y, de pronto, el alcalde se arrugó hacia dentro, su cintura se dobló al revés, y fue succionado hacia el interior del pasillo hasta que desapareció.

El terror silenció a los presentes.

Los constructores trajeron ladrillos y piedras, los ayudantes cemento y arena, y el resto ayudaba como podía. En cuestión de horas, el pasillo había desaparecido detrás de un muro de un grosor exagerado y de una altura que superaba incluso a la de los edificios colindantes. Los habitantes de esas casas las abandonaron sin vacilar y se alejaron de ese lugar todo lo que pudieron. Muchos incluso abandonaron el pueblo, hasta tal punto que únicamente quedó el despojo de lo que antes era una feliz y próspera comunidad.

La crucifixión de los ciegosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora