XI: El espíritu del pájaro (parte 2)

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Draadan se dio cuenta entonces de que quien había cambiado era él.



En la mañana de un día ventoso, mientras multitud de nubes eran arrastradas de un extremo al otro del cielo, Leonardo condujo su nueva máquina a la cima del Monte Ceceri, llamado así en referencia a los cisnes que solían visitarlo. Zoroastro, conductor y copiloto, escrutó el panorama de Florencia y alrededores que se extendía a sus pies y tembló; por hermosa que fuese la vista, la posibilidad de precipitarse hacia ella con unas alas falsas pegadas al lomo ya no le parecía tan lírica. Aunque se había librado de una buena en Milán gracias a la indecisión de su maestro, ahora el talante de este era muy diferente: sonreía ante las dificultades, las desechaba con un vaivén de la mano y afirmaba sin titubeos que su éxito estaba asegurado. Un Leonardo optimista era una compañía grata, cierto..., y también inquietante.

Al colocar el artefacto en posición, el artista volvió el rostro hacia el viento y se perdió en la inmensidad de la bóveda azul. Todo lo que Zoroastro vio fue una revoloteante cabellera gris y un cuerpo con demasiados años para pretender burlar la atracción de la Tierra. No distinguía la realidad debajo del espejismo, y por eso no podía dejar de pensar en que le tocaría a él, el más joven, hacer de víctima para el sacrificio. Entonces, por obra y gracia de la Divina Providencia, el trote de un caballo trajo a un tercer visitante a la cima: Draadan. O Daniele.

—Que el cielo me asista. ¿No es mi estimado Daniele, que viene en medio de un experimento? —lo saludó Leonardo—. No te esperaba... amigo mío.

—Imagino que no. Así que vas a hacer volar la máquina hoy. Parece peligroso.

—¿A que sí, señor? —convino Zoroastro, con voz plañidera—. Si Dios hubiera querido que volase, no me habría dado este respeto por las alturas. Quizá vos seáis capaz de introducir un poco de sensatez en la sesera de mi maestro. ¡Hay rocas abajo!

—Tienes razón, Tomaso. Puedes marcharte, hoy seré yo el ayudante del inventor.

—¿Eh? ¿En serio?

—Ahí tienes mi caballo, úsalo para volver.

—Bueno... Podríais precisar mi ayuda. No estaré ansioso por emular a los cisnes, pero para glosar las gestas y mirar desde la seguridad de la tierra firme sí que sirvo, y...

—Aprovecha la oferta y esfúmate o empieza a engancharte al arnés. Tú eliges.

La perversa amenaza de Leonardo envió al aludido a la grupa del animal con la velocidad del rayo. Cuando el ruido de los cascos se perdió camino abajo, Draadan volvió los acusadores ojos hacia su compañero.

—Ibas a correr el riesgo a mis espaldas —le reprochó.

—Habrías intentado convencerme de que no lo hiciera.

—No quiero que te ocurra nada. Un accidente podría ser muy doloroso, Leonardo.

—Lo sé, y sé que tus órdenes de no interferir chocan con lo que vuestro conocimiento sobre las leyes de la naturaleza te revelan sobre mi invento. Ves los fallos y no puedes corregirlos. Sin embargo, tú sabes que así hacemos las cosas aquí abajo. La experiencia hace penetrar la ciencia por los sentidos, es la verdadera maestra. Si no lo pruebo, nunca sabré si voy por buen camino. ¡Míralo! —Señaló su remedo de alas—. He trabajado mucho en esto. Y, si no me hace volar, al menos no me hará caer; en este día, el viento será mi aliado.

Ante tanta pasión y dulzura, el navegante sufrió una pequeña derrota. ¿Cómo arrebatar la aspiración de toda una existencia? Se sentó en una piedra y acomodó en torno a ella la gruesa capa que vestía.

Con la vista al cieloWhere stories live. Discover now