Cuando los ahorros empezaron a escasear y sus asistentes, Salaì el primero, expusieron a las claras su descontento por tener que vivir con estrecheces, Leonardo comprendió que no podía seguir eludiendo sus deberes. La nueva comisión llegó en el momento crítico: la Signoria, interesada en decorar la Sala del Maggiore Consiglio de su centro de gobierno, le encomendó un fresco monumental que representaría un episodio glorioso de la historia de la ciudad, la batalla de Anghiari. En aquel otoño de 1503, el maestro, Zoroastro y Salaì se trasladaron a un alojamiento más digno, el monasterio de Santa Maria Novella, y ocuparon una sala para trabajar en el gigantesco cartón. Más espacio significaba más privacidad para los encuentros del artista y, aunque lamentó disponer de menos horas para sí mismo, terminó acostumbrándose al cambio de escenario. Durante días y días se afanó en realizar estudios sobre la mejor manera de representar la contienda, trazó decenas de poses de soldados enzarzados en la lucha, abocetó cientos de dinámicas expresiones faciales. Materializaba así la experiencia adquirida observando campos de batalla, con el atractivo añadido de la novedad.
Como era de esperar, los estudios y el cartón se demoraron mucho más de lo estipulado. A esas actividades se sumó, además, un proyecto para desviar el curso del río Arno que requería sus conocimientos de ingeniería. A resultas de todo ello, 1504 transcurrió sin que posara un pincel en el muro de la sala. Lo que sí sucedió en esos meses fue que la Signoria, interesada en ampliar el catálogo de maestros trabajando entre sus muros, encargó a Michelangelo Buonarroti un nuevo mural sobre otra famosa batalla, la de Cascina. La decisión no fue casual, sino una maniobra estudiada para aprovechar su fama y rivalidad; Leonardo debería compartir la estancia con el arisco escultor.
Los roces entre ambos eran la comidilla de Florencia, sobre todo desde que, a principios de año, Leonardo formase parte de la comisión de artistas consultados para buscar un emplazamiento digno a la escultura del David. Su consejo de colocarla bajo techo —para resguardarla de las inclemencias o, según insinuaban los perversos, para que no estorbase el paso— chocó con los deseos de su creador, que la prefería en un lugar público donde todos pudiesen disfrutarla. Al final se impuso Buonarroti, aunque eso no impidió que se tomase el criterio de Leonardo como un intento de oscurecer sus méritos ocultándolos a la vista. Creció la animadversión del artista más joven hacia el más veterano, hasta el punto de que llegó a usar su fracaso al fundir la estatua ecuestre de Francesco Sforza para humillarlo, en venganza por su desprecio al oficio de escultor.
Y era bien cierto que Leonardo siempre había considerado el martillo y el cincel herramientas más propias de artesanos, pero también lo era que sentía admiración por ese David surgido del mármol que iba a ornar la Piazza della Signoria. Tenía una pizca de él, estaba seguro, y había aprendido a apreciar la heroica fisionomía que tanto le recordaba a Raffaello y a Draadan. Sus dedos lo habían traicionado, incluso, realizando algunos esbozos de la figura en rincones perdidos de sus cuadernos. Aunque jamás los habría mostrado voluntariamente —la rivalidad subsistía, después de todo—, servían para que Navekhen dejase caer algunos de esos comentarios jocosos que nadie le pedía.
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Con la vista al cielo
Science FictionFlorencia, año 1470. La apacible sesión de posado para la nueva obra del maestro Verrocchio se ve interrumpida por los visitantes más extraordinarios que cabría imaginarse: surgen de la nada, visten ropas nunca vistas, poseen habilidades sobrenatura...