VII: Cuanto más mira al sol, más se deslumbra (parte 1)

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1490, un año señalado en los registros de Leonardo, se inició con el retrato de una beldad y una grandiosa celebración de boda. Pose dinámica en tres cuartos, en contraste con el perfil usado en la época; un velo transparente, sutil resalte de las hermosas facciones; una delicada exposición de cada sombra, pliegue y cabello... La retratada no fue otra que Cecilia Gallerani, y el brillante resultado, deleite de la muchacha y de su poderoso amante, jugó su papel en la ascensión del pintor en la corte.

El segundo evento, la boda religiosa de Gian Galeazzo Sforza, puso en sus manos los recursos necesarios para escenificar una mascarada que se recordaría en años venideros. Isabel de Aragón, engalanada en un mar de seda y rodeada de músicos, recibía los honores de una corte de embajadores. A medianoche se revelaba el Paraíso, una maqueta semiesférica de resplandeciente color dorado en su interior. Hacía honor a su nombre con una constelación de estrellas hechas de cristal coloreado ante focos de luz, siete actores disfrazados de los planetas conocidos colocados a diferentes niveles y los doce signos del Zodiaco en lo alto. ¿Su propósito? Seguir honrando a la nueva esposa y, por descontado, a Ludovico. Pocas inversiones rendían más en la política que aquellas que servían para dejar al pueblo con la boca abierta.

Leonardo recogía su porción de gloria en un segundo plano poco discreto. Vestía colores brillantes e irradiaba optimismo, aunque no tanto como su asistente Zoroastro, quien se había convertido en el alma de la fiesta. El metalurgo contaba con la gracia y la desvergüenza típicas de los cómicos y los bufones, y su talento para la narración y la improvisación se complementaba con el de su maestro, más dado a escribir sus ocurrencias en privado y de manera reflexiva.

—Le preguntaron a un pintor por qué hacía figuras tan hermosas, siendo como eran objetos inanimados —narraba Zoroastro a un público achispado—, mientras que sus hijos eran tan, pero tan feos. El pintor respondió, encogiéndose de hombros: «¿Qué queréis? Hago mis pinturas de día, ¡y mis hijos de noche!».

El chiste provocó la hilaridad del coro de invitados ilustres que lo rodeaban. Uno de ellos preguntó:

—Pues tu maestro no tiene ese problema, ¿eh? No hace hijos, y así no podemos comprobar si esa teoría es correcta.

—Cierto, mas no vayáis a pensar que es un dechado de virtudes. ¿Sabéis con qué ilustre proyecto acaba de engalanar las hojas de su cuaderno de apuntes? ¡Con el trazado de la planta de un lupanar de Pavía! —Se alzaron nuevas carcajadas. Seguro de su éxito, el cómico continuó—: Y los artistas no son los únicos que se abandonan a las tentaciones de la carne (debilidad perdonable, cuando es su obligación experimentarlas para poder retratarlas). Por ejemplo, estaba cierta moza lavando ropa en el río, con los pies rojos por el agua helada. Cierto clérigo que pasaba por allí, cómodo y calentito en sus botas de viaje, se asombró al contemplar tal fenómeno y le preguntó de dónde venía esa rojez. Se chanceó la mujer y replicó que estaba causada por un fuego encendido debajo de ella. Entonces el clérigo tomó en su mano esa parte de él que lo hacía más sacerdote que monja y, acercándosela, solicitó con mucha cortesía: «En ese caso, ¿serías tan amable de prenderme la vela?».

El vino ayudó a que las risas pasaran por alto la impiedad de la historieta. Leonardo también escuchaba y sonreía; al notar, sin embargo, que la cultivada amante de su protector rondaba por las proximidades, trató de derivar la conversación hacia derroteros más intelectuales.

—Avergüénzate, profeta, por sacar a colación temas tan indignos entre tan distinguidos invitados. —Profeta era uno de los apodos de aquel aficionado al ocultismo—. Anda, haz honor a tu sobrenombre y entretenlos con algo más elevado.

—¿El juego de las profecías? ¡A la orden, maestro! —Las profecías no eran sino una especie de juego de adivinanzas al que Leonardo era aficionado—. Empecemos por una fácil, hum: «Los hombres caminarán en las pieles de grandes bestias».

Con la vista al cieloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora