V: Una vez hayas probado el vuelo... (parte 1)

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Nunca había visto el interior de una cárcel. El estudioso ávido de información de primera mano que era habría aceptado la novedad con interés, tomado apuntes y realizado algún que otro esbozo; habría teorizado, incluso, sobre la seguridad del lugar y los sistemas para burlarla. Aunque, ¿dónde habría de encontrar la paz de espíritu para eso? Él era el prisionero. Él era quien había sido encerrado entre muros de piedra basta, con una pequeña abertura enrejada fuera de su alcance como única vía de contacto con el exterior. Para un joven criado al aire libre, en la plácida belleza de las colinas toscanas, aquello era una auténtica tortura.

Para evitar la proximidad del otro par de detenidos —uno de ellos borracho hasta la inconsciencia y el otro dormido— que estaban apoyados contra una pared de la habitación, se dejó caer en el lado opuesto, donde los olores desagradables de la humedad y la paja demasiado vieja resultaban abrumadores. Transcurría el tiempo y nadie acudía a traerle noticias ni a comunicarle el motivo oficial de su arresto. No eran esas sus mayores preocupaciones; intuía que a los Ufficiali no les preocupaba el bienestar espiritual de sus presos y sabía casi a ciencia cierta cuáles eran los cargos. Lo que no lograba comprender, lo que lo tenía en ascuas, era averiguar quién habría lanzado una acusación de sodomía contra él.

Y por qué ellos no aparecían.

El final de sus dudas llegó de la mano del anhelado zumbido y los triángulos púrpura. Navekhen se materializó junto a él, con una pequeña sonrisa alentadora, y calmó sus nervios a base de palmadas en el hombro.

—¡Navekhen! ¿Qué ha pasado? ¿Por qué me han encerrado aquí? ¿Quién...?

—Buena ráfaga de preguntas, eso es que conservas la salud y la lengua, amigo mío. No te han informado, ¿eh? Alguien ha escrito tu nombre y el de... —tocó su visor antes de continuar— Pasquino, Baccino y Tornabuoni en un papelito, expresando de manera muy detallada que todos profesáis tierna adhesión a las posaderas de aquel querubín, Saltarelli.

—¿Qué? ¿Tornabuoni también? ¡Si su familia es una de las más adineradas! Pero yo... —Bajó el volumen de su voz al instante, temeroso de que sus compañeros despertaran—. ¿Quién me querría tan mal para acusarme de algo que no he cometido? ¡Podrían quemarme en la hoguera!

El castigo, si bien muy improbable, no era imposible, ya que la sodomía era un delito castigado en Florencia con la pena capital. Su investigación se iniciaba con algo tan sencillo como una denuncia anónima en uno de los tamburi, recipientes al efecto instalados por la ciudad, y cualquiera podía ser víctima de la misma.

—Tranquilo, es difícil probarlo y ya sabes que apenas condenan a nadie por algo así. En cuanto a si lo has cometido o no... Bueno, está aquella escapada a la habitación de arriba de la taberna...

—Yo no llegué a hacer nada y vosotros debéis saberlo —lo cortó.

—Oh, nosotros lo sabemos y el pequeño demonio con halo de pega que se te llevó a remolque lo sabe, pero ¿y los demás? Las risas y los gestos a tus espaldas fueron muy escandalosos. Eso debería darte una pista sobre tu misterioso justiciero de la moral y las buenas costumbres.

—Pues... Aparte de nosotros cinco estaban Gnido, Fulgi, Lolli... —El artista se estrujó el cerebro en busca de una respuesta—. No, no puede ser, no he hecho nada para que me odien hasta ese punto.

—Tú no lo recuerdas muy bien porque estabas bebidillo. No te esfuerces, encanto, ya hemos identificado al tipo en cuestión a base de cotejar la escritura de la denuncia con el entorno de nuestros sospechosos.

—¿Y quién ha sido? ¿Quién ha...?

—Tenemos órdenes de no interferir en esto. —Draadan lo interrumpió desde fuera, del otro lado de los barrotes. Leonardo ni siquiera se había dado cuenta de que estaba ahí—. Navekhen ya ha hablado en exceso. Igual que siempre.

Con la vista al cieloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora