XI: El espíritu del pájaro (parte 2)

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Trabajar bajo el mismo techo que Buonarroti no entraba en los planes ideales del artista, quien detestaba las confrontaciones. El fallecimiento de su padre, el nueve de julio, acabó con la poca determinación que le quedaba. Uno de sus últimos lazos con el mundo se había deshecho. Anhelaba un poco de aire fresco, y fue Draadan quien le sugirió visitar a su tío Francesco en Vinci. La tierra de su niñez, los recuerdos de la única época sencilla de una vida azarosa, servirían para restablecer un pedazo, al menos, de esa paz perdida. Y lo mantendrían alejado de la pintura.

Las jornadas estivales se tiñeron con la claridad típica de la campiña toscana. Ayudó a cuidar los viñedos de su tío, recorrió los inmutables paisajes que rodeaban el pueblo, contempló el amanecer con cierto comerciante español llamado Daniele... No llegó a tocar un pincel, y apenas una pluma. Contrastando con ese paréntesis de serena ociosidad, Buonarroti se sumergía en el cartón de su mural, la batalla de Cascina. En su versión, un grupo de soldados, sorprendidos por el enemigo en medio del baño, reaccionaban con alarma al ataque por sorpresa. Una masa de cuerpos desnudos y vigorosos, luciendo sus formas en las más dinámicas posiciones... Aun siendo una escena bélica, ensalzaba el tipo de belleza que el artista más apreciaba. Las malas lenguas murmuraban que en la Signoria se había alzado más de una ceja ante semejante despliegue carnal. Murmuraban asimismo que el famoso maestro del desnudo masculino no se habría dignado a aceptar la comisión si hubiera tenido que pintar a sus soldados vestidos.

Su trabajo prosiguió durante el resto del año, hasta que de nuevo fue llamado a Roma por el Papa. Y, ya fuese casualidad u oportunidad, Leonardo eligió esas fechas para reemprender el suyo, detenido en la fase de trasladar el cartón al muro. La tranquilidad de saber que el huraño escultor se hallaba lejos y podría pintar en paz lo animó a trazar las primeras figuras, guerreros a lomos de sus queridos caballos. Como ocurría en cada ocasión, los mirones se multiplicaron y circularon las copias. Y, de la misma manera, y para horror de la Signoria, el horario laboral del maestro se fue reduciendo hasta que perdió todo interés en el proyecto. ¿Se debía, tal vez, al hecho de que Buonarroti no mostraba señales de volver? ¿Perdido el espíritu competitivo, la empresa había dejado de tener sentido? Leonardo no lo sabía. En aquella etapa dispersa, en la cual solo le apetecía someterse a una atadura, quedaba fuera de sus planes pasarse meses ante una pared.

1505 fue su año de cielo y alas, en muchos sentidos. Por entonces conoció al joven artista Raffaello Sanzio —su nombre ya le inspiraba simpatía y nostalgia—, cuya amistad conservó durante muchos años. Fue también cuando retomó sus sueños de surcar el cielo por sus propios medios, tal vez a causa de todas esas horas contemplando las nubes junto a Draadan. Fluyeron hojas y hojas de nuevos esquemas y diseños, horas de serrar, martillear, coser, tensar y experimentar. «No hay que cargarse con barras de hierro, por resistentes que parezcan, pues se rompen con facilidad si se doblan. Madera, madera es mejor», murmuraba, más para sí que para el mundo, mientras ensamblaba el nuevo prototipo de alas portátiles. «Un pájaro es una máquina que funciona según leyes matemáticas. El hombre posee la facultad de reproducirla con todos sus movimientos, si bien no de forma tan poderosa... Una máquina así construida carece del espíritu del pájaro, y este espíritu ha de ser suplantado por el espíritu del hombre». El número de páginas con reflexiones y anotaciones asombró a sus fieles, a quienes ya tomaba por sorpresa el humor exultante de su maestro. Y Draadan... Draadan sonreía con discreción y se contentaba con mirar y escuchar, respetando así su papel de observador neutral, aunque felicitándose, en secreto, por el estancamiento de su obra pictórica. Nada perjudicial resultaría de sus estudios, fructificasen o no, y él sabía que no lo harían. Por poderoso que fuese el espíritu de Leonardo, por cercano al espíritu del pájaro que se colocase, su época no habría de contar con la tecnología para el vuelo. Sin embargo... Algo había cambiado en aquel año de 1505, algo que lo empujaba a involucrarse en los estallidos enérgicos del artista. Puede que Leonardo estuviese preparado para aceptar el fracaso o la rendición —lo había hecho a menudo en el pasado—, pero él no deseaba volver a verlo pasar por ello. Quería ofrecerle una muestra de todo cuanto le habían insinuado y negado, un sorbo de triunfo.

Con la vista al cieloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora