- A prisa, no llegaremos a tiempo y no quedará luz del sol para volver.

- Ah, está bien amor, dame un momento, ya no siento las piernas.

- Vaya que eres muy lento, vendremos más a menudo Gabriel.

Muchos solían decir que Elizabeth era quien controlaba la relación, pero yo estaba más que seguro que no era así: cuando uno de los dos no estaba de acuerdo con lo que el otro proponía, echábamos la decisión a la suerte; cuando yo no podía salir ella lo entendía, de igual manera la entendía yo cuando ella no podía. Teníamos un estilo muy democrático y razonable al llevar la relación. Habíamos planeado hacer un viaje algunos meses antes. Iríamos a una playa del norte o tal vez a algún museo o sitio turístico del centro o del sur del país. Decidimos al final cancelar esas muy divertidas opciones por problemas que tenía mi familia, y solo quedamos en salir a caminar hacia un pequeño poblado en el lado sur de la ciudad, para conocer algo de la historia local.

Las fechas pasaban y no conseguíamos desocuparnos de nuestras actividades, en la universidad no paraban de dejarnos trabajos. Al llegar a casa apenas y teníamos oportunidad de conversar media hora o en el mejor de los casos un par de horas, porque luego uno de los dos recordaba que había un trabajo de la universidad pendiente y había que ir a casa a resolverlo.
Pasaron los meses y en vacaciones de medio año es que pudimos concretar aquella loca salida, la última que recordaría siendo libre.

Aquel viernes 13, en el que sucedió todo lo que de mi estaba escrito, fue hasta mi casa a despertarme para salir a primera hora hacia el sur. No me pareció muy divertida la idea, sobre todo porque eran las 5 de la mañana, así que la jalé hacia mi cama, la abracé y le pedí que esperara una hora más, pues había estado hasta muy tarde la noche anterior. Al despertar eran las 8 de la mañana, Elizabeth muy enojada empezó a regañarme como una madre a su hijo, pero era muy tierna al hacerlo, pues a cada palabra le acompañaba un beso, que me dejaba sin ganas de decirle que se nos hacía más tarde. Salimos al fin una hora después, pues mamá nos había obligado a desayunar antes de partir.
Me costó muchísimo trabajo subir hasta la cima de aquella mini-montaña. Cuando al fin lo conseguí tomé un enorme trago de agua y regañaba cariñosamente a Elizabeth por la travesía, pero luego me besó y sentí que valió la pena el haber hecho tan grande esfuerzo.

El sol brillaba con gran ferocidad abrazando con un calor infernal, propicio para la ocasión, el cuerpo de Elizabeth y el mío y, de cuando en cuando, una brisa de aire refrescaba nuestro rostro, algo empapado por el sudor. Después de algunas fotografías decidimos preparar una pequeña carpa para poder recostarnos y descansar un poco, pues seguía con el palpitar acelerado y demasiado cansado como para iniciar el recorrido de vuelta a la ciudad. Se suponía que habíamos quedado por lo menos un par de horas dormidos envueltos en un romántico y cálido abrazo, que nos había mantenido calientitos en el... ¿frío? Sobresaltado, desperté inmediatamente a Elizabeth. Observamos el reloj, eran ya las 8:47 p.m. No supimos que hacer. Habíamos llevado galletas, bizcochos, agua, dulces, pero apenas y quedaba lo suficiente para uno. Como es más que obvio, decidí dárselos a ella, pero en su extrema bondad decidió que compartiríamos las provisiones, hasta el siguiente día, en el que partiríamos temprano a casa.
Luego de haber terminado aquella modesta cena decidimos recostarnos en la pequeña tienda, pero la noche estrellada y la luna que apareció de la nada en lo alto del cielo nos hizo cambiar de opinión inmediatamente, así que pusimos una manta sobre el suelo y nos recostamos a ver aquel hermoso lienzo en el firmamento.
Sin querer, Elizabeth y yo teníamos la cita perfecta. Estábamos solos, en medio de la nada, con un bello cielo estrellado y una luna que coronaba el más oculto pero a la vez evidente deseo de nuestros cuerpos. Elizabeth estremeció mi ser con aquella tierna y apacible mirada, esa de la que me había prendado meses atrás, le correspondí con una sonrisa y terminamos envueltos en un beso sin final, un beso que fue la llave de la puerta sin cerrojo de la habitación en la que todos entran por momentos, pero que solo pocos habitan hasta el final: el verdadero amor. Ella sacó el reproductor musical que había llevado. Lo encendió y se percató que tenía carga suficiente para amenizar el tiempo que pasáramos despiertos. Así lo hizo, y la música de fondo perfeccionó aquella mágica velada. En unos segundos, Elizabeth, anestesiada por el clímax del placer, había caído bajo la destreza de mis manos que una a una habían arrancado de ella las prendas que vestía. Sin quedarse atrás, empezaba a copiar todos y cada uno de mis movimientos y resultamos solo cubiertos con la luz de la luna. No hubo titubeos, no hubo dudas, con la sola mirada que nuestros ojos se dirigían, sabíamos que era amor lo que nos ataba de manera tan intensa.  Cada paso que dimos aquella noche fue resultado de aquel lenguaje universal del que hablan poetas y escritores: el lenguaje del amor y la mirada. En aquel momento nos dimos cuenta que estábamos destinados el uno para el otro, que nuestros seres encajaban perfectamente como piezas de un rompecabezas, y que nuestras almas no se iban a separar jamás; y así, sin pedir permisos y mostrar excusas, nos unimos en un solo ser, un solo pensar, un solo sentir, e hicimos el amor.

Cada canción que sonaba en aquella minúscula cajita electrónica nos confirmaba lo que sentíamos, lo que éramos, y hacíamos caso a aquel cantante que entonaba para nosotros las mejores melodías del mundo. Así, Kiss me, Need You Now, Here Without You, fueron algunas de las canciones que estremecían nuestros cuerpos y encandilaban el deseo de poseernos.

Miraba a Elizabeth, y con la mirada le decía que la amaba, más que a mi vida misma, más que a todo y más que a todos, ella me repetía lo mismo cada vez que sus ojos quedaban atrapados en los míos, y me gritaba con ellos que jamás se separaría de mí.
La luna se alzaba justo al centro de aquel hermoso cielo estrellado de un Julio friolento, que nos brindaba la noche más cálida de toda la estación. Y al llegar al final de aquel camino que juntos habíamos decidido recorrer, una frase me ató para siempre a ella, y me condenó para toda la vida: "Mi alma, en tus manos".

MI ALMA EN TUS MANOSWhere stories live. Discover now