VIII: Encadenado a una estrella (parte 2)

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Leonardo caviló con desesperación. Un supervisor... Un tripulante de su pirámide, posiblemente, con funciones paralelas a las de Draadan. Ni este ni sus superiores dejarían que se expusiera ante terceros. A menos que discurriese algo rápido, todo se iría al traste.

—Verorrosso, escúchame: no soy un enemigo, pero no puedes mostrarme ante nadie. Si lo haces, yo volveré a esfumarme y tú te quedarás sin tus... explicaciones.

—No voy a correr riesgos. Sé dónde vives, maestro, sé quienes son tus alumnos y tus amigos. Esfúmate de nuevo e iré a por ellos.

—No, no lo entiendes. ¡Me olvidarás! Seguirás matando a tus congéneres a ciegas, sin recordar siquiera quién era yo ni por qué vine a esperarte a un callejón oscuro.

—Eso que dices es absurdo. Ellos nos ven en todo momento desde la pirámide, nada escapa a sus ojos. O estás junto a nuestros señores, o bajo su bota.

—Tus señores no nos ven ahora, ni a ti, ni a mí. Están fuera de esto.

—Gilipolleces. —Aferró su antebrazo con tanta fuerza que a punto estuvo de fracturárselo—. ¡Monitore, manifiéstate!

—¡Verorrosso, espera! ¿Nunca te has sentido... perdido? ¿Hundido por cargar con decenas de dudas sin resolver, con secretos que no podías revelar ni a tus seres queridos? ¿Nunca te has sentido solo en un mar de caras amigas? —El aludido se detuvo bruscamente—. No has llegado a hablarle de mí a nadie, lo sé, quizá porque vacilabas o quizá porque pensabas que el peso de tu batalla no debía recaer en los hombros de quienes proteges. Yo puedo entenderte mejor que ningún otro.

—¿Quién eres? —repitió el gigante, con mucha menos convicción.

—Soy... un observador. —Tragó saliva. No era fácil ocultar la verdad sin construir un muro de mentiras—. Un observador neutral.

—Ese cargo siempre ha sido del supervisor, Monitore.

—Bueno... No neutral, entonces, pues considero a la signora Gregori una amiga. Mis simpatías estarán siempre de vuestro lado.

—Pero no puedo hacerte uno de los míos. Lo noto, no lo tienes en ti.

—No, no puedo pertenecer a nadie —suspiró—, solo ofrecerte mis oídos, mis ojos y mi comprensión. Te suplico que lo medites. Piensa en ello esta noche y, si quieres seguir hablando en secreto con alguien capaz de escucharte, ya sabes dónde localizarme.

Verorrosso acabó por soltarlo, con una expresión de duda infinita en sus hermosas facciones.

—Sí, sé dónde localizarte, Da Vinci, todo Milán lo sabe. Ignoro si esto es una prueba de allá arriba o una trampa, pero puedes apostar a que lo averiguaré.

En cuanto dobló la esquina, Leonardo se aferró a la seguridad de un muro, el corazón martilleándole con el estruendo de un engranaje gigante. Y no era el único cuyo pulso estaba acelerado: en su propio escondite, a varios pasos del punto donde había tenido lugar el encuentro, el exhausto Navekhen impartía órdenes a los vigías para que continuaran el seguimiento de su blanco principal, Verorrosso. La labor de vigilancia había sido especialmente dura, teniendo que contener varias veces —algunas a base de agarrones— a un Draadan dispuesto a reducir a aquel pelirrojo amenazador por la fuerza.



A la mañana siguiente, Leonardo acudió al Castello Sforzesco con una extraña sensación de vértigo en la boca del estómago. Su temor resultó injustificado, dado que el pretendido guardaespaldas no dio señales de vida. No fue hasta la noche siguiente que el artista, ya recogido en su taller, recibió la visita sorpresa de Verorrosso. Su habilidad para colarse sin ser visto parecía ser una manera de advertirle que no debía sentirse a salvo en ningún sitio.

Con la vista al cieloWhere stories live. Discover now