Capítulo #9 - Porque en tierra, todo es ¡Perfecto!

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El horario escolar de ese día terminó, y Oceanía y Aquata regresaron a su casa.

—¡Ana! ¿no vendrás a estudiar a casa? —preguntó Amanda mientras tocaba en la ventana del carro de Aquata. La rubia bajó el cristal para poder escucharla mejor.

—No puedo, cielo. Estoy ocupada, otro día, quizás.

Amanda se dio la vuelta. Aquata había estado ignorándola todo el día por estar con Oceanía, incluso recibió una alerta roja en la clase matemáticas por hablar demasiado y en alta voz. Aquata se sentía mal por haberla dejado allí. Ella era siempre quien la llevaba en las tardes, y la que la acompañaba a todos lados. Pero como dicen, para todo hay una primera vez ¿no? Su manera de pensar cambió por completo, y solamente le importaba que tenía una nueva identidad, una nueva amiga, y definitivamente una nueva vida.

—¿La conoces desde hace mucho? —preguntó Oceanía mientras se ponía la correa del cinturón.

—Sí, desde que estamos en primer grado —contestó.

Oceanía perdió su mirada en el espejo retrovisor, se quedó observando detenidamente a Amanda. —¿La quieres mucho? Es decir, como amiga.

—Sí, bueno, a veces es un poco molesta pero es una buena amiga y excelente persona.

—Ah —musitó.

El auto se puso en movimiento, y Aquata salió del estacionamiento para entrar en la carretera. El vecindario de la escuela era muy sano y tranquilo. Muy cerca a la playa, con muchas palmas, mucha arena en las aceras, gente caminando en sandalias, vaqueros cortos, gente con gafas, ancianas paseando sus cachorros, y cafeterías costeras donde los diferentes tipos de sociedades escolares ocupaban. Oceanía pegó un grito y Aquata saltó del susto.

—¡Para, para, detente! —le ordenó. Aquata detuvo el manubrio y frenó frenéticamente casi comiéndose el cristal parabrisas.

—¡Niña! ¿Qué ocurre? —exclamó molesta. Había sacado un susto desde el centro de su alma y había puesto sus latidos a mil.

—¡Quiero entrar ahí! —señaló una cafetería a mano derecha.

—No se supone que entre ahí. Es el sitio donde va la gente popular —explicó Aquata—. De las pocas veces que fui con mi padre los chicos me miraban mal, como si fuera una chica de otro planeta, o algún tipo de bicho verde con ojos de vaca.

—No importa, yo quiero entrar ahí. Oceanía era insistente, y siempre conseguía lo que quería aunque la persona tratara de resistirse. Esa era su personalidad, y al parecer ni tomando forma humana cambiaba. Aquata giró el manubrio y entró al estacionamiento. Arregló un poco las ondas de su cabello y sacó sus pies del auto.

—¡Vamos! Recuerda hablar normal, y no arrastrar el bolso por el piso, se coloca en el hombro. Oceanía sonrió complacida y bajó del auto.

—¿Sabes lo que se hace aquí?

—No, no sé, pero puedo oler los mariscos.

—¿Cómo? —De la misma forma que encontré tu casa siguiendo el olor de tus pisadas.

—¡Creeppy!* —canturreó Aquata. La pelimarrón abrió la puerta y el olor a mariscos despertó una hambre furiosa en el interior de Aquata.

—¡Dios, que delicia! —exclamó.

—¿Ves? Te hace falta comer mariscos. —A pesar de la mirada incrédula de Aquata, y de sus pretextos por no querer entrar, ambas terminaron sentadas en una mesa del interior. En las mesas de billar estaban los chicos del equipo de fútbol. Era lindo verles a todos juntos con sus abrigos blancos y rojos, con sus cabellos y pieles tan suaves, conversando animadamente y compartiendo refrescos fríos. A pesar de la normalidad que cualquiera hubiera notado, para Aquata faltaba entre ellos algo muy importante. El mariscal de campo, Andrés.

Aquarius - Una saga de sirenasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora