Capítulo 11

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Me siento en el banco de flores de mi porche, y miro una de las flores de la tela que Kendra había elegido 5 años antes para tapizarlo. Sobre esas flores le había contado mi historia a Sebastian, había mirado a los coches pasar los primeros días en el barrio; sobre ellas, un hombre con el que jamás había soñado, me había besado. Y ahora, estas flores son todo lo que queda de mis 5 años aquí.

Alguien me ha pasado una chaqueta de lana color camel, grande y con perfume masculino, alrededor de los hombros. Miro fijamente el ir y venir de agentes uniformados, observo a Alex fruncir el ceño mientras habla con Otto en la entrada ajardinada. En el pasillo, un conmocionado Sebastian contesta a preguntas realizadas por un agente afroamericano mientras recorre con la mirada perdida desde el sitio todo el caos alrededor.

LaFontaine deambula de un lado para otro, observando, haciendo un gesto nervioso con la mano derecha en el aire, como el que toca un piano invisible.

Al encontrar aquel panorama dantesco dentro de mi propia casa, lo primero que hice fue preguntar por mi hija, y asegurarme de que Kendra se encontraba a salvo con Big Tom.

Después de no sé cuánto tiempo en estado cuasi catatónico, creo que va siendo hora de levantarme.

“No me vas a vencer, tú no, Máximo.”

Ni bien doy dos pasos, un par de manos me sujetan por los hombros. Alex.

Su contacto me provoca un rechazo instantáneo, y me alejo de sus manos. Ahora mismo no puedo pensar con gran lucidez, pero el sentimiento de traición es uno de los pocos que percibo con total claridad.

— Candy... tenemos que hablar. De las fotos, de todo esto...tenemos que hablar. — Susurra Alex con una mueca en sus labios que me dice que ha notado mi rechazo.

— No hay nada de qué hablar, Alex. Máximo está en E.E.U.U. Ha entrado en mi casa, y se ha asegurado de destruir todo lo destruible. Y no me refiero sólo a las cosas materiales. — Le contesto al tiempo que una máscara de fría inexpresividad se adueña de mi cara.

— Candela...yo...

— No somos pareja, Alexander. Tú mismo se lo dijiste a Olliver. Lo que hagas en tu tiempo libre, o con quién, está claro que no es de mi incumbencia. Ahora, si me disculpas, tengo una hija de la que ocuparme. — Sentencio alejándome por el camino de grava hacia el Escalade. Su Escalade. Mierda. Tengo que buscarme un sitio para Kendra y para mí.

Antes de llegar al vehículo, LaFontaine me toma del brazo derecho, haciendo deslizarse la chaqueta que llevo sobre los hombros.

Su adusta expresión parece reflejar un desasosiego que me resulta casi ofensivo.

— ¿A dónde va, señora?

— A casa. Con mi hija. Ya he contestado a las preguntas de su gente. — Le respondo igualmente inalterable.

—Aún no ha respondido a las mías. — Dice sin soltarme.

— Le recuerdo, Monsieur LaFontaine que ésta es mi casa. Le recuerdo, que le pregunté si Máximo estaba en Norteamérica, su respuesta fue “no, aún no”. Pues es evidente que ya sí, Monsieur LaFontaine. Lo que es una pena, es que con todo el dispositivo del LAPD, yo, me haya tenido que enterar antes. Así, que, le repito que me voy. A casa.

— Y su casa... ¿es la del señor Hunt? ¿De verdad cree que es con él con quien está segura? Porque lo que yo estoy viendo es que desde que puso a ese tipo en su vida, sus problemas van en aumento. Parece que no tiene buen gusto con los hombres, señora...

— ¡LaFontaine! Suéltela. Ahora. — Ordena Alex sin apartar sus ojos del punto justo en el que el detective me tiene sujeta.

Lo miro, y su expresión no deja lugar a dudas: no está bromeando. Y aún con lo desubicado de la amenaza implícita en su mirada, no la retira mientras el francés me suelta.

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