Cuando fui al diario de campo de Lobo, escuché una bocina chillona fuera de casa, lo que me distrajo. Dije en voz alta que fuera quien fuera, que se callara (como si pudiera escucharme desde la habitación). No se calló y ya no revisé lo que estaba escrito porque fui a asomarme a la ventana con la intención de mentarle la madre a alguien. Una motocicleta pequeña, de esas Itálikas, estaba estacionada. Sobre ella, Lobo me hacía señas con la mano. ¡En la madre! Ya eran las tres de la tarde.

Armé mi paquete de supervivencia urbana dentro de la mochila: puse la computadora, el Internet, algunos papeles, las llaves de mi casa; la piedra en forma de corazón y la rama torcida iban en una bolsa externa. Desde hacía varios días ese era su lugar habitual. Antes de salir del cuarto, volví a ver la chamarra y de pronto supe por qué me atraía tanto. Era la chamarra que llevaba puesta el día del hallazgo. Metí la mano en el bolsillo derecho y sentí aquello que me alteraba: el reloj dorado. ¡Maldita sea!, a veces mi cerebro temeroso hace que olvide las cosas importantes.

Decidí que por el momento no podía hacer nada. Salí corriendo, cerré con llave la casa y subí a la parte trasera de la motocicleta con Lobo. Wow. Se sente bien chido.

Sí, sí, ya sé. Si mamá hubiera estado en casa me habría dicho que no fuera hasta Toluca en la motocicleta de un tipo de quince años. Le hubiera respondido a mamá que no sabía que Lobo tuviera una, que creí que iríamos en camión (en taxi no, porque no tenía dinero para pagarlo, por el momento). Y todo eso era verdad.

"¿Recuerdas, Lobo, que hace unos días me invitaste a Plaza Galerías? Pues ahora necesito de favor que me invites, tengo que hacer algo". Eso fue lo que le escribí a mi amigo por la mañana. Él respondió que pasaría por mi a las tres, pero nunca aclaró que iría en motocicleta. Yo encantada, no lo niego.

Sé que la carta suena a quiero tener una cita contigo. Pero no es así, lo juro. La sucursal del banco a la que papá me mandó está justamente en esa plaza. Todavía no conozco Toluca, y recordé las palabras de Lobo, por eso me atreví a molestarlo. Mamá no anda cerca como para pedirle el favorcito. Además no sé si sabe que papá abrió una cuenta a mi nombre.

Como dije, subí detrás de mi amigo, me puse el casco que llevaba extra para mi (al fin que siempre ando desaliñada), lo abracé fuerte de la cadera, tal como me lo pidió, y arrancamos.

Íbamos como a treinta por hora en el carril de baja velocidad. Todos los coches nos rebasaban sin miramientos, pero yo sentía que rompíamos la barrera del sonido.

Llegó un momento que me puse a gritar del puro gusto. Cuando Lobo se dio cuenta, comenzó a hacer lo mismo: ¡Waaaaaaa! Pocamadre.

Llegamos justo a tiempo para que me atendieran. "Los bancos cierran a las cuatro", me había escrito papá, y nosotros llegamos quince minutos antes del cierre. Afortunadamente, una señorita muy guapa, de grandes caderas, me atendió con  sonrisa linda. Me pidió los papeles que llevaba en la mochila (papá hizo una lista de ellos) y como único trámite tuve que firmar unas diez hojas que, por supuesto, no leí.

Acto seguido me entregó un llavero con una pantalla en la que una cifra de seis dígitos cambia constantemente. Es tu clave dinámica, me dijo la señorita, cuando llegues a casa abres la página del banco, ingresas un nombre de usuario y una clave personales, y luego coordinas este llavero, para que puedas hacer tus movimientos vía Internet. Yo asentí.

Luego me entregó una tarjeta de plástico, y me recordó que no era de crédito, sino que podía usarla en tanto tuviera dinero ahorrado. Yo volví a asentir. Esperaba acordarme de todas las instrucciones.

Al final, me preguntó si quería saber con cuánto dinero me habían abierto la cuenta. Le dije que sí otra vez. La mujer tecleó algunas cosas e imprimió una hoja que tomó y sin verla me la entregó. Al parecer, hacen eso todos los días de su vida. Yo estaba que moría de nervios.

Magdalena Salvatierra y el coven del Tecolote.Onde histórias criam vida. Descubra agora