Un valeroso esfuerzo por la última encarnación

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La aparición de Somers con su esposa e hijas en la Explanada de Budmouth interrumpió aquel frívolo galanteo con la joven Avicia, provocado tan hábilmente por su madre. Alfredo Somers, el un tiempo joven tan pinturero como sus cuadros, era ahora un padre de familia, de mediana edad, que usaba lentes, sin otro objeto que el de ver a través de sus cristales, y tenía una hilera de hijas, ya granaditas, que aumentaban notablemente los ingresos de los balnearios instalados en la playa.

La señora Somers, en otro tiempo la intelectual y emancipada señora Pine-Avon, había retrocedido al mezquino y timorato estado mental de madre y abuela, y examinaba con estricto rigor la literatura y arte de la actualidad que llegaba a las inocentes manos de su numerosa prole femenina, a fin de apartar de sus lindos ojos todo lo crudo y descarnado de la vida. Era otro ejemplo de que la mujer en las sucesivas generaciones rara vez se distingue por la acumulación de sus adelantos, pues lo que gana de soltera lo pierde al casarse, de suerte que se mueven arriba y abajo de la corriente del desenvolvimiento intelectual, como objetos flotantes en el flujo y reflujo de una ría. Y esto quizá no sea debido a sus defectos individuales, sino a las dificultades de educar a los hijos.

El pintor de paisajes, ya académico como Pierston y más popular que distinguido, había dado de mano a aquellos temas pictóricos que le fueron peculiares en pasados tiempos, dedicándose, en cambio, por instigación de la crítica de bajo vuelo, a pintar placenteros aspectos de la Naturaleza, destinados al ornamento de las habitaciones, y que, realmente, eran muy notables en su género. De esta suerte recibía cuantiosos cheques de gente bien acomodada de Inglaterra y América, con cuyo importe se había construido un suntuoso estudio y una casa grande en rededor, y costeaba la educación de sus hijas, a la sazón, en la edad del crecimiento.

Al ver Pierston que Somers había pasado de su humilde posición al superior nivel de tener familia, casa, estudio y reputación social, y que sus extravagantes conceptos y alocadas imágenes eran para él goces que jamás habían de volver, pensó que, como contemporáneo del pintor, también había de ser uno de tantos de los que dan de mano a su pasado y toman, en consecuencia, un aire de gravedad antirromántica. Se abstuvo de ir a la península de Avicia durante los quince días que permaneció Somers en la estación balnearia, aunque su poético contorno gris, «entronizado a orilla del mar», acariciaba sus ojos mañana y tarde a través del camino.

Cuando el pintor y su familia terminaron su temporada balnearia, Pierston pensó que también él debía marcharse, aunque no sin despedirse por lo menos de Avicia la mayor, pues de lo contrario fuera impropio de la amistad que desde tan largo tiempo le unía a ella. Una tarde, a la hora más a propósito para visitarla, emprendió el corto viaje a la isla por el angosto istmo de enlace, y llegó a casa de la señora Pierston a punto de oscurecer.

Brillaba una luz en el piso alto. Al preguntar por su amiga viuda, le dijeron que estaba gravemente enferma, aunque no en peligro de muerte. Por más que supo que su hija estaba con ella y se enteró de otros pormenores, dudó de si debía entrar, y, en consecuencia, le mandó recado diciéndole si podía verla. Pero había oído su voz y la señora Pierston ten dría gusto en verle.

No le era humanamente posible rehusar; pero como un relámpago, cruzó por su mente el recuerdo de que la joven Avicia no le había visto aún en realidad, sino tan sólo el contorno de su figura, la silueta, que lo mismo podía ser de un hombre treinta años más joven, y su continente, remozado en galana apariencia por la débil luz de la luna. Por lo tanto, el escultor subió con prevención la escalera y entró en la salita del piso alto, arreglada para alcoba de la enferma.

Estaba la señora Pierston recostada en un sofá, y sorprendía la delgadez de su macilento semblante, en relación con el corto tiempo transcurrido desde el ataque. Tan pronto como vio a Jocelyn, le dijo tendiéndole la mano:

La Bien Amada - Thomas HardyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora