Reasunción efectiva

977 52 1
                                    

De regreso en Londres, Pierston volvió maquinalmente a su acostumbrada vida; pero en realidad no vivía allí. El espectro de Avicia, que ahora había tomado cálida carne y sangre, mantenía su mente lejos de la ciudad. Sólo pensaba en laisla, en donde residía la segunda Avicia, respirando su salobre ambiente, bañadapor sus cantarinas lluvias y por la obsesionante atmósfera de la Venus romana,cerca y en torno del lugar donde estuvo su templo. Los defectos de la muchacha campesina se trocaban en encantos al verla desde la ciudad. Nada le complacía ahora tanto como emplear aquella parte de la tarde, que destinaba a ejercicios deportivos al aire libre, a frecuentar las cercanías de los muelles a lo largo del Támesis, donde se desembarcaba de los buques de cabotaje la piedra que habían traído de su nativa roca. Pasaba por las grandes portaladas de los desembarcaderos, ya en la margen derecha, ya en la izquierda, contemplando los blancos témpanos, cúbicos y oblongos, que le traían un recuerdo de sus amistades y relaciones, evocando el genius loci o carácter local de donde procedían, y casi olvidaba que estuviera en Londres.

Una tarde, al apartarse de la cenagosa entrada de uno de los muelles, le llamó la atención en el lado opuesto una mujer que se dirigía hacia el mismo punto que él acababa de dejar. Era más bien pequeñita, delgada, graciosa, su atavío hubiera bastado de por sí para interesarle, pues era sencillo y rústicamente pintoresco; pero más le atrajo su vivísimo parecido con la joven Avicia Caro, con Ana Caro como ella había dicho que se llamaba.

Antes de que hubiese retrocedido cien yardas, estaba seguro de que en efecto era Avicia, y la unificadora disposición de ánimo en que él se hallaba aquella tarde se intensificó a la sazón de tal manera, que la perdida y la hallada Avicia parecían esencialmente la misma persona. La externa semejanza entre ambas (proveniente tal vez del matrimonio de la madre con su primo) dio mayor alimento a su fantasía. Se volvió presuroso, y descubrió de nuevo a la joven entre los transeúntes. Ella prosiguió su camino hacia el muelle, donde, mirando inquisitivamente durante algunos segundos, con el aire de quien no está acostumbrado al lugar, abrió el portalón y desapareció.

Pierston se dirigió también al portalón y entró. Ella había cruzado hacia el desembarcadero, más allá del cual estaba amarrada una embarcación con su cargamento. Al acercarse, la vio conversando con el patrón y una mujer de edad madura, ambos procedentes directamente de la solaria isla, según se deducía por su acento. Pierston no vaciló en darse a conocer como natural de la isla, pues pocos o ninguno de los entonces vivientes estaban enterados de la ruptura del noviazgo entre él y la madre de Avicia, veinte años antes.

La segunda Avicia, actual encarnación de la primera, lo reconoció en seguida, y con el ingenuo candor de su raza y años, explicó la situación, aunque más bien que a ella, le correspondía a él este deber por haberse entrometido.

-Éste es el capitán Kibbs, señor; un pariente lejano de mi padre -dijo Avicia-. Y ésta es la señora Kibbs. Hemos venido de la isla para hacer una excursión, y el miércoles nos volvemos.

-¡Oh! Ya lo veo. ¿Y en dónde paras?

-Aquí mismo, a bordo.

-¡Cómo! ¿Vives en todo y por todo a bordo?

-Sí.

-Señor caballero -interrumpió a este punto la señora Kibbs-. Yo tendría, por mi salud, muchísimo temor de pegar los ojos entre estos kimberlines de por acá durante la noche; y aun de día, si me aventuro por las calles, nunca olvido cuantos rodeos hay a derecha e izquierda para llegar más pronto al barco de Job. ¿No es así, Job?

El patrón asintió con un movimiento de cabeza.

-Están ustedes más seguros en la costa que en el mar -repuso Pierston-, especialmente en el canal, con estos vientos y esos pesados bloques de piedra.

-Verá usted -dijo el capitán Kibbs, después de haberse quitado disimuladamente algo de la boca-; en cuanto a los vientos, no son muy peligrosos aquí, en esta época del año; pero lo que pone en riesgo a embarcaciones como la nuestra son los transatlánticos. Si nos los topáramos en rumbo contrario, nos iríamos a pique, es decir, que partirían la embarcación por la mitad, sin detenerse siquiera a halar el casco, y no quedaría nadie para contarlo.

Pierston se dirigió a Avicia con deseo de decirle muchas cosas, aunque sin saber qué decir. Por fin balbuceó esta pregunta:

-¿También te vuelves tú por el mismo camino?

-Sí, señor.

-Pues, entonces, ten cuidado durante la navegación.

-¡Oh!, sí.

-Espero volverte a ver pronto y hablar contigo.

-También lo espero yo así, señor.

Pierston no pudo decir nada más, y al poco rato se despidió de ellos, y se fue pensando más que nunca en Avicia.

Al día siguiente se los imaginó navegando río abajo, deteniéndose para tomar lastre, y el miércoles, desplegando velas en mar libre. Aquella noche pensó en la débil embarcación, que estaría bajo la proa de algún colosal transatlántico, incapaz de hacerse ver ni oír, y en Avicia -a quien ya quería inefablemente-, dormida en su pequeño camarote, indefensa entre los mil riesgos de la catástrofe.

En justicia reconocía que esta Avicia, más hermosa de rostro y de formas que su madre, le era inferior en alma y entendimiento. Sin embargo, el fuego que jamás pudo encender en él la primera, ahora llameaba. Sin embargo, temía que su Bien Amada, o más bien la caprichosa divinidad que se ocultaba tras la dama ideal le jugase alguna treta.

Parecía asomar en lontananza una gigantesca burla contra las transmutaciones de su ninfa durante los últimos veinte años. Seguramente que la burla consistía en el abandono de la cumplida y bien relacionada señora Pine-Avon por la jovencita lavandera, merced a la atracción de algún místico imán que nada tenía de común con el raciocinio. Seguramente ésta era la forma de la burla.

Pero hallaba cierta complacencia en no querer saber nada, ni aun sospecharlo, y abandonarse a las circunstancias.

Pensando en cómo se conduciría, Pierston recordó que, según su costumbre, al acercarse el verano, se anunciaba el alquiler del castillo de Sylvania con su mobiliario. Un eremítico soñador como él no necesitaba tan destartalado acomodo cual la antedicha residencia le ofrecía; pero todo estribaba en el paraje, y bien podía soportar el gasto de unos cuantos meses de alquiler. Aquella noche escribió una carta al administrador de la finca, y a los pocos días Jocelyn estaba en posesión temporal de una vivienda cuyo interior no había vuelto a ver desde su niñez, cuando le parecía un palacio condenado sólo a servir de morada a molestos fantasmas.

La Bien Amada - Thomas HardyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora