El buen esclavo (1ª parte)

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Pesaba. Bueno, no, quizá no pesara demasiado, pero sí, después de estar durante más de una hora con la jarra de vino en las manos esta pesaba. Odiaba este tipo de reuniones que parecían alargarse hasta el infinito. Como si no tuviera mejores cosas que hacer que quedarse de pie, inmóvil como una lámpara de aceite. No, Mael arrugó la nariz y negó para sus adentros, la vida de una lámpara era mucho más emocionante que la suya.

Uno de los comensales alzó la copa. El esclavo puso los ojos en blanco y reprimió un bufido de hastío mientras se apresuraba a llenársela con una sonrisa automática desprovista de la más mínima intención.

«Es la octava vez que te lleno la copa, viejo calvo», pensó, mientras cumplía su cometido con diligencia. Al incorporarse de nuevo, le pareció vislumbrar una sonrisa torcida en el rostro de su domine.

—Llena mi copa también, Ganímedes —le pidió otro de los comensales. Mael tragó saliva y obedeció, centrando su atención en el vaso que llenó con sumo cuidado. Podía sentir la mirada del patricio recorriendo su anatomía, el romano no se molestaba en disimular su libido y se relamía los labios. Mael hizo acopio de voluntad y su pulso apenas tembló cuando unos dedos acariciaron su antebrazo—. Cota...

—No —Marcus respondió de forma contundente antes de que Servilio planteara la pregunta. Era fácil hacerlo, en cada cena que compartían, incluso en cada reunión de trabajo y en multitud de encuentros casuales, Cayo Servilio planteaba siempre la misma oferta—, te lo he dicho mil veces y te lo diré mil más si es necesario: mi esclavo no está en venta.

El patricio esbozó una sonrisa capciosa y su rostro demacrado se arrugó en una mueca extraña.

—No me culpes por intentarlo, tienes a un amante de los dioses condenado a doblar tus túnicas.

—Y las dobla muy bien, gracias. Pero... dejemos a mi galo en paz y centrémonos en las cuestiones que de verdad importan —dijo su domine, y zanjó así cualquier conato de debate o discusión.

—En realidad, deberíamos preocuparnos por otros esclavos galos. Por treinta y cuatro para ser exactos. Y no amantes de los dioses, precisamente —comentó Leto.

Los comensales asintieron y las viandas pasaron a un segundo término. La mayoría de los allí reunidos estaban curtidos en guerras y política, y tenían largas carreras a sus espaldas que respaldaban sus palabras con experiencia. Sin embargo, ninguno de ellos, salvo Leto y el propio Marcus, parecía tener mucha idea sobre lo que implicaba la vida militar del castrum.

—Treinta y cuatro esclavos son demasiados —afirmó Marcus.

—Y no estamos hablando de esclavos de labranza —continuó Leto dándole la razón—. Hablamos de rebeldes, de guerreros que buscan la caída de Roma. Una amenaza en toda regla y se supone que debemos mantenerlos en el campamento porque... —Miró a los comensales y alargó una mano esperando una respuesta y al no recibirla, negó con la cabeza—, no entiendo el porqué.

—Como bien acabas de decir, querido amigo —dijo Servilio—. Hablamos de treinta y cuatro asesinos, ¿dónde estarán más vigilados que en el castro? Son esclavos fuertes y valiosos. Darán un buen espectáculo en el Circo.

—¿Cuándo llegará el tratante? —preguntó Marcus. Hubo un ligero murmullo entre los comensales que hizo que el legado frunciera el ceño—. ¿Servilio?

—Verás —empezó el pequeño hombre—, no tenemos una fecha exacta para la llegada del tratante. Podría ser una semana, o quizá dos meses, o tres, solo los dioses lo saben.

—¿Tres meses? —se escandalizó Leto. Marcus le hizo un gesto con la mano para que se calmara.

—Siempre puedes llevártelos de vuelta cuando regreses a Roma —replicó el edil.

El Caminante [Barreras de Sal y Sangre -II]Where stories live. Discover now