––Entonces... ¿todo esto ha sido obra de usted? ––exclamó Fanny––. ¡Dios mío! ¡Qué amable, qué amabilísimo! En realidad usted... ¿fue porque usted lo deseó? Ruego que me perdone, pero estoy aturdida. ¿De modo que el almirante Crawford lo solicitó? ¿Cómo pudo ser...? Estoy perpleja.

Henry tuvo la gran satisfacción de hacérselo más inteligible, partiendo de un punto anterior y deteniéndose muy especialmente en lo que él había hecho. Su último viaje a Londres lo había efectuado con el solo objeto de presentar a su hermano en Hill Street, y convencer a su tío para que se valiera de toda la influencia que pudiera tener para conseguir el ascenso. Este había sido su negocio. No lo había comunicado a nadie; no había susurrado a nadie una sílaba sobre el particular, ni siquiera a Mary; mientras no tuvo el éxito asegurado, no quiso que nadie compartiera sus sentimientos. Pero éste había sido su negocio. Y hablaba con tal vehemencia de lo intenso que había sido su afán, y empleaba unas expresiones tan arrebatadas, abundando tanto en el más profundo interés, en el doble motivo, en los propósitos y anhelos que no cabía expresar, que Fanny no hubiese podido mostrarse insensible ante aquella riada, de haberse hallado en condiciones de prestar atención; pero su corazón estaba tan colmado y sus sentidos tan pasmados aún, que no llegaba a enterarse más que de un modo imperfecto de cuanto le decía, incluso cuando se refería a William, y decía tan sólo, cuando Henry hacía una pausa:

––¡Qué amable, qué amabilísimo! ¡Oh, Mr. Crawford, le quedamos eter­namente agradecidos! ¡Mi William, mi queridísimo William!

De pronto, se puso en pie de un salto y corrió hacia la puerta, exclamando:

––Voy al encuentro de mi tío. Mi tío debe saberlo cuanto antes.

Pero esto Henry no pudo permitirlo. La ocasión era demasiado propicia, y sus ansias demasiado impacientes. Fue tras ella inmediatamente. «No debía irse, tenía que concederle cinco minutos más.» Y la tomó de la mano, y la condujo de nuevo a su asiento, y ya estaba a la mitad de la subsiguiente explicación cuando ella se dio cuenta de por qué la había retenido, sin que hasta aquel momento lo hubieraa sospechado siquiera. No obstante, al com­prenderlo y ver que Henry pretendía hacerle creer que ella había despertado en su corazón unas sensaciones que hasta entonces no había conocido, y que cuanto había hecho por William había que relacionarlo con su enorme e incomparable devoción por ella, se sintió en extremo disgustada y, por unos instantes, incapaz de hablar. Lo consideró todo como tontería, como simple frivolidad y galanteo, con el único propósito de hallar un pasatiempo tempo­ral; no pudo menos de sentirse incorrecta e indignamente tratada, de un modo que no merecía; pero él y esta forma de proceder venían a ser una misma cosa, formando una sola pieza con lo que antes había tenido ella ocasión de ver; y ahora se abstendría de mostrarle ni la mitad del disgusto que sentía, porque por otra parte le debía una gratitud que ninguna falta de delicadeza podía convertir en bagatela. Mientras el corazón le saltaba aún de alegría y reconocimiento por lo de William, no podía acusar un grave resentimiento por nada que tan sólo a ella la injuriase; y después de haber retirado por dos veces la mano, y por dos veces intentado en vano apartarse de él, púsose en pie y dijo, con gran agitación:

––No siga, Mr. Crawford, por favor. Le ruego que no continúe. Este modo
de hablarme es muy desagradable para mí. Debo irme. No puedo soportarlo.
Pero él seguía hablando, describiendo su afecto, solicitando una corres­pondencia y, finalmente, con palabras tan claras que no podían tener más que un significado hasta para ella, le ofreció su persona, su nombre, su fortuna... todo, en fin; y aunque seguía sin poder suponer que hablara en serio, apenas podía resistirlo. Él le exigía una contestación.

––¡No, no, no! ––exclamó ella, ocultando el rostro––. Todo esto es absurdo. No me torture. No puedo escucharle más. Su amabilidad en el caso de William me obliga con usted más de lo que cabe expresar con palabras; pero no quiero, no puedo soportar, no debo escuchar esas... No, no; no piense en mí. Aunque ya sé que no piensa en mí en realidad. Sé muy bien que no hay nada de esto.

Mansfield Park - Jane AustenDonde viven las historias. Descúbrelo ahora