CAPÍTULO XXXI

980 49 0
                                    

Henry Crawford estaba de nuevo en Mansfield a la mañana siguiente y a una hora más temprana de lo que es propio en las visitas normales. Las damas de la casa se hallaban ambas en el comedor de los desayunos y, afortunada­mente para él, lady Bertram estaba a punto de salir. La encontró casi en la puerta, y como ella no estuviera en modo alguno dispuesta a molestarse en vano, acabó de salir después de recibirle cortésmente, pronunciar una breve frase relativa a que la esperaban y ordenar un «pasen aviso a sir Thomas», a un sirviente.

Henry se alegró muchísimo de que se fuera, se inclinó y esperó a que hubiera desaparecido; a continuación, sin perder un momento, se volvió hacia Fanny y, sacando unas cartas, dijo con alegre expresión:

––No tengo más remedio que quedarle eternamente agradecido a quien sea que me brinde tal oportunidad de verla a usted a solas. Lo deseaba más de lo que puede usted llegar a imaginar. Sabiendo, como yo sé, cuáles son sus sentimientos de hermana, apenas hubiese podido tolerar que nadie más en la casa compartiese con usted el primer conocimiento de las noticias que le traigo. Es un hecho. Su hermano es ya teniente. Me cabe la inmensa satisfacción de felicitarla por el ascenso de su hermano. Aquí están las cartas que lo anuncian, llegadas hace un momento. Acaso le guste a usted leerlas.

Fanny quedó sin habla, pero a él no le hacía falta que hablase. Ver la expresión de sus ojos, la trasmutación de su semblante, su creciente emoción, su mezcla de perplejidad, confusión y dicha, era suficiente. Ella tomó las cartas que él le ofrecía. La primera era del almirante, informando en pocas palabras a su sobrino de que había logrado su objetivo: el ascenso del joven Price; e incluyendo otras dos cartas, una del secretario del Primer Lord a un amigo, a quien el almirante había encargado la gestión del asunto, y la otra, de dicho amigo para él, donde quedaba de manifiesto que el Primer Lord había tenido nada menos que un gran placer en atender la recomendación de sir Charles; que sir Charles estaba muy encantado de haber tenido ocasión de demostrar al almirante Crawford la gran consideración en que le tenía, y que el cometido desempeñado por Mr. William Price como segundo tenien­te en la corbeta de Su Majestad «Thrush» había llenado de satisfacción a un extenso círculo de gente importante.

Mientras sus manos temblaban al sostener estas cartas, corrían sus ojos de una a la otra y se henchía su alma de emoción, Crawford prosiguió así, para expresar su interés por el acontecimiento con sincero entusiasmo:

––No voy a hablarle de mi propia dicha, aun siendo tan grande, porque sólo pienso en la que usted debe sentir. En comparación con usted, ¿quién tiene derecho a sentirse feliz? Casi he llegado a reprocharme la prioridad en conocer lo que hubiera debido saber usted antes que nadie. Sin embargo, no he perdido un momento. Esta mañana llegó tarde el correo; pero después no ha existido otro momento de retraso. No intentaré describirle lo impaciente, lo ansioso, lo frenético que me tuvo este asunto... ¡la tremenda mortificación, el cruel desencanto que sufrí al no poder dejarlo resuelto durante mi estancia en Londres! Allí aguardé día tras día con la esperanza de conseguirlo, pues nada más querido que lograr este objetivo podía retenerme en la capital. Pero, aunque mi tío compartió mi anhelo con todo el afecto e interés que yo hubiera deseado, y se aprestó a ayudarme inmediatamente, surgieron dificultades motivadas por la ausencia de un amigo y los compromisos de otro, y al fin me sentí incapaz de seguir aguardando hasta que se resolvieran; y sabiendo que dejaba el asunto en tan buenas manos, el lunes partí, confian­do que no pasarían muchos correos sin que me siguieran unas cartas como éstas. Mi tío, que es la mejor persona del mundo, se ha preocupado, como yo sabía que no podía dejar de hacerlo habiendo conocido a su hermano. Estaba encantado con él. Ayer no me hubiera permitido decirle lo encantado que quedó el almirante, ni repetirle la mitad siquiera de lo que dijo en su alabanza. Preferí aplazarlo hasta que se demostrara que sus elogios eran los de un amigo, como ahora queda demostrado. Ahora puedo decir que ni siquiera yo podía aspirar a que William Price despertara un mayor interés, o que se viera acompañado de mejores deseos ni altas recomendaciones que las que le ha otorgado mi tío con toda espontaneidad, después de la tarde que pasaron juntos.

Mansfield Park - Jane AustenDonde viven las historias. Descúbrelo ahora