CAPÍTULO XLI

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Había transcurrido una semana desde que supusiera a Edmund en Lon­dres, y Fanny seguía sin saber nada de él. De este silencio cabía sacar tres consecuencias, entre las cuales fluctuaba su mente que consideraba, por turnos, como más probable la una que las otras. O su viaje había quedado aplazado de nuevo, o no había tenido aún ocasión de hablar a solas con Mary Crawford, o era demasiado feliz para dedicarse a escribir cartas.

Por entonces, cuando Fanny llevaba unas cuatro semanas ausente de Mans­field (este punto lo tenía ella siempre presente y contaba todos los días) y se disponía una mañana a subir como de costumbre al piso con Susan, las detuvo la llamada de un visitante, al cual comprendieron que no les sería dable esquivar debido a la presteza con que Rebecca acudió a la puerta, obligación que siempre le interesaba más que ninguna.

Era la voz de un caballero; una voz que hizo palidecer a Fanny, al tiempo que Mr. Crawford entraba en el recibidor.

El buen sentido de Fanny siempre respondía cuando de veras era requeri­do; de modo que fue capaz de presentar a su madre al visitante y de justificar que recordaba su nombre como el de «el amigo de William» aunque previa­mente no se hubiera creído con valor para pronunciar una sílaba en tal momento. El saber que allí sólo era conocido como el amigo de William representaba para ella algún sostén. Después de la presentación, sin embargo, y una vez sentados todos de nuevo, el espanto que la acometió al preguntarse adónde podría conducir tal visita fue abrumador, hasta el punto de que creyó estar a punto de desmayarse.

Mientras se esforzaba por conservar el sentido, Henry, que al principio se le había acercado con el aire animado de siempre, desvió prudente y amable­mente la mirada, dándole tiempo para recobrarse a la vez que se dedicaba por entero a la madre, hablándole y prestándole su atención con la mayor cortesía y propiedad, y también con cierto grado de intimidad, o cuando menos de interés, resultando perfectos sus modales.

Los de la señora Price estaban también en su mejor punto. Estimulada ante semejante amigo de su hijo, regulada por el deseo de darle una favorable impresión, se mostraba desbordante de gratitud, de auténtica gratitud mater­nal, y esto no podía resultar desagradable. Dijo que Mr. Price había salido y lo lamentaba muchísimo. Fanny se había recobrado lo suficiente para decirse que ella no podía lamentarlo; pues a sus muchos motivos de inquietud se añadía el muy grave de su vergüenza por el hogar en que él la encontraba. Podía reprocharse esta debilidad, pero no había reproche que sirviera para el caso. Estaba avergonzada, y más la hubiera avergonzado aún su padre que todo lo demás.

Hablaron de William, tema que nunca podía cansar a la señora Price; y los elogios de Mr. Crawford fueron tan entusiastas como pudiera desearlo hasta el corazón de la misma madre. Ésta se decía que en su vida había conocido un hombre tan agradable, y sólo se asombró de que, siendo tan importante y agradable, no hubiese rendido viaje a Portsmouth ni para visitar al almirante del puerto, ni al comisario, ni siquiera con la intención de llegarse a la isla o ver el arsenal. Ninguna de todas esas cosas, que ella siempre había considerado prueba de importancia, o modo de emplear la riqueza, le habían traído a Portsmouth. Había llegado a última hora de la noche anterior, se proponía pasar allí un par de días, se hospedaba en el Crown, se había encontrado casualmente con uno o dos oficiales de la marina conocidos, pero su viaje no obedecía a ninguno de aquellos motivos.

Después que hubo facilitado toda esa información, consideró que no era irrazonable suponer que podía ya dirigir la mirada y la palabra a Fanny; y ella se sintió bastante capaz de tolerar lo uno y lo otro, y enterarse de que había pasado media hora junto a su hermana la víspera de su salida de Londres; de que ella le enviaba sus más efusivas expresiones de afecto, pero no había tenido tiempo de escribirle; de que él se consideró feliz de poder ver a Mary aunque sólo fuese media hora, habiendo permanecido escasamente veinticua­tro en Londres, a su regreso de Norfolk y antes de partir de nuevo; de que Edmund se hallaba en la capital, donde permanecería unos días, según tenía entendido; de que no le había saludado personalmente, pero sabía que estaba bien y que había dejado bien a todos en Mansfield; se enteró, en fin, de que Edmund almorzaría, lo mismo que el día anterior, con los Fraser.

Mansfield Park - Jane AustenDonde viven las historias. Descúbrelo ahora