Los hijos de Noah

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-¿Se... se refiere a la señal que decía que la p-población es de sesenta y siete personas?

-No, no me refiero a esa señal -dijo el policía.

-Oh -el señor Ketchum se aclaró la garganta-. Bueno, pues es la única señal que he visto -dijo.

-Entonces es usted un mal conductor.
-Bueno, yo...

-La señal decía que el límite de velocidad es de veinte kilómetros por hora. Usted iba a setenta y cinco.

-Oh. Yo... me temo que no la vi.

-El límite de velocidad es de veinte kilómetros por hora, lo vea o no lo vea.

-Bueno... pero ¿a... a esta hora de la mañana?

-¿Ha visto usted un horario al lado de la señal? -preguntó el policía.

-No, por supuesto que no. O sea, quiero decir que ni siquiera he visto la señal.

-¿De verdad que no?

El señor Ketchum sintió que el vello se le erizaba en la nuca.

-Bueno, vamos a ver -empezó débilmente. Entonces se detuvo y miró al policía-. ¿Me podría devolver el carné? -preguntó por fin al ver que el policía no hablaba.

El policía no dijo nada. Estaba parado en medio de la calle, inmóvil.

-¿Me permite...? -empezó el señor Ketchum.

-Siga a nuestro coche -dijo el agente bruscamente, y se marchó dando grandes zancadas.

El señor Ketchum le miró, desconcertado. ¡Eh, espere!, estuvo a punto de gritar. El agente ni siquiera le había devuelto su per-
miso. El señor Ketchum sintió un frío repentino en el estómago.

-¿De qué va esto? -murmuró cuando vio que el policía volvía a meterse en su coche. El coche patrulla se alejó de la cuneta, con la luz del techo dando vueltas otra vez.

El señor Ketchum le siguió.

-Esto es ridículo -dijo en voz alta. No tenían derecho a hacerle una cosa así. ¿Es que estaban en la Edad Media? Sus
gruesos labios se apretaron en una arruga cansina mientras seguía al coche patrulla a lo largo de la Calle Principal.

Dos manzanas más arriba, el coche patrulla giró. El señor Ketchum vio que sus faros se desparramaban sobre el escaparate
de una tienda. ALIMENTACIÓN HAND, decían las desgastadas letras.

No había farolas en la calle. Era como conducir por un paisaje cubierto de tinta. Delante sólo estaban los tres ojos rojos de las
luces traseras del coche patrulla y su foco; detrás sólo la negrura impenetrable. El final de un día perfecto, pensó el señor Ketchum;
detenido por exceso de velocidad en Zachry, Maine. Movió la cabeza y gruñó. ¿Por qué no había pasado las vacaciones en Newark y se había quedado durmiendo hasta las tantas, yendo al cine, comiendo y viendo la televisión?

El coche patrulla giró a la derecha en la esquina siguiente, y luego, una manzana más allá, volvió a girar a la izquierda y se de-
tuvo. El señor Ketchum se paró detrás cuando vio que se apagaban sus luces. Aquello no tenía sentido. Era sólo un melo-
drama barato. Podían haberle multado igual en la Calle Principal.
Era la mentalidad rústica. Degradar a alguien de la gran ciudad
les daba una sensación de superioridad que les servía de venganza.

El señor Ketchum esperó. Bueno, no pensaba discutir. Pagaría su multa sin decir palabra y se marcharía. Levantó el freno de mano. De pronto frunció el ceño, al darse cuenta de que podían ponerle la multa que les diera la gana. ¡Podían multarle con 500
dólares si les apetecía! El hombre grueso había oído historias sobre la policía de los pueblos, sobre la autoridad absoluta que de-
tentaban. Se aclaró la garganta, viscosa. Bueno, eso es absurdo, pensó. Qué imaginación tan estúpida.

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⏰ Last updated: Apr 11, 2016 ⏰

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Cuentos Fantásticos - Richard MathesonWhere stories live. Discover now