Los hijos de Noah

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(The Children of Noah, 1957)

Acababan de dar las tres de la mañana cuando el señor Ketchum dejó atrás el cartel que decía ZACHRY: POBLACIÓN, 67 HABITANTES.
Gruñó. Uno más en la interminable serie de pueblecitos costeros de Maine. Cerró los ojos durante un segundo, luego volvió a abrirlos y apretó el acelerador. El Ford ganó velocidad bajo sus pies. Con un poco de suerte, tal vez pudiera llegar pronto
a un motel decente. Desde luego, no era probable que lo hubiera en Zachry, población, 67 habitantes.

El señor Ketchum acomodó su pesado cuerpo en el asiento y
estiró las piernas. Habían sido unas vacaciones amargas. Había
planeado recorrer en coche las joyas históricas de Nueva
Inglaterra, entrar en comunión con la naturaleza y bañarse en la
nostalgia. En lugar de eso, lo único que había encontrado había
sido aburrimiento, agotamiento y exceso de gastos.

El señor Ketchum no estaba contento.

La ciudad parecía profundamente dormida cuando entró en la
Calle Principal. El único sonido que se oía era el del motor del
coche, la única imagen la de sus faros levantados extendiéndose
adelante, iluminando otro cartel. VELOCIDAD MÁXIMA 20.

-Claro, claro -murmuró disgustado, apretando el pedal del
acelerador. Eran las tres de la mañana y los padres de la comunid-
ad esperaban que cruzara su poblacho arrastrándose. El señor Ketchum observó los edificios oscuros que dejaba atrás, al otro
lado de sus ventanillas. Adiós, Zachry, pensó. Adiós, población, 67 habitantes.

Entonces apareció el otro coche en el espejo retrovisor. Media manzana por detrás de él, un turismo con una luz roja giratoria sobre el techo. Sabía qué clase de coche era. Levantó el pie del acelerador y sintió que sus latidos se aceleraban. ¿Era posible que no hubieran notado lo rápido que iba?

La pregunta quedó contestada cuando el coche oscuro se puso al lado del Ford y un hombre con un sombrero grande se asomó por la ventanilla delantera.

-¡Pare! -ladró.

Tragando secamente, el señor Ketchum echó su coche a la cuneta. Puso el freno de mano, giró la llave de contacto y el vehículo quedó inmóvil. El coche patrulla puso morro a la cuneta y se detuvo. La puerta delantera se abrió.

El brillo de los faros del señor Ketchum silueteó la oscura figura que se acercaba. Palpó rápidamente con el pie izquierdo y
apretó el interruptor, bajando las luces. Volvió a tragar. Maldito incordio. Las tres de la mañana en medio de la nada, y un policía
de pueblo le detiene por exceso de velocidad. El señor Ketchum apretó los dientes y esperó.

El hombre del uniforme oscuro y el sombrero de ala ancha se inclinó sobre la ventana.

-El permiso.

El señor Ketchum deslizó una mano temblorosa en su bolsillo interior y sacó la billetera. Buscó a tientas su permiso. Lo entregó, y se fijó en lo inexpresiva que permanecía la cara del policía. Se quedó sentado en silencio mientras el policía dirigía el rayo de una linterna al permiso.

-De Nueva Jersey.

-Sí, eso... así es -dijo el señor Ketchum.

El policía siguió mirando el permiso. El señor Ketchum se agitó inquieto en el asiento y apretó los labios.

-Está en regla -dijo por fin.

Vio que la oscura cabeza del policía se levantaba. Carraspeó cuando el estrecho círculo de la luz de la linterna le cegó.
Apartó la cabeza.

La luz desapareció. El señor Ketchum parpadeó con los ojos humedecidos.

-¿En Nueva Jersey no leen las señales de tráfico? -preguntó el policía.

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⏰ Last updated: Apr 11, 2016 ⏰

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Cuentos Fantásticos - Richard MathesonWhere stories live. Discover now