Los Vampiros No Existen

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A PRINCIPIOS del otoño del año 18..., la señora Alexis Gheria despertó una mañana con una extraña sensación de torpeza. Durante más de un minuto permaneció inerte, tendida de espaldas, con sus ojos negros fijos en el techo. Se sentía muy cansada. Parecía que sus labios eran de plomo. Quizá estuviera enferma. Petre debería auscultaría.

Con un ligero suspiro se levantó sobre un codo. Al hacerlo, su camisón resbaló hasta su cintura. ¿Cómo se le había soltado?, se preguntó, mirando hacia abajo.

Repentinamente, la señora Gheria comenzó a gritar.

En el desayunador, el doctor Petre Gheria levantó la mirada de su periódico, asombrado. En un momento echó hacia atrás su silla, dejó su servilleta sobre la mesa y se apresuró a correr por el pasillo. Avanzó silenciosamente sobre la alfombra y subió las escaleras de dos en dos.

Encontró a su esposa sentada en el borde de la cama, casi histérica, mirándose los senos, con expresión aterrorizada. En medio de su blancura, un reguero de sangre se estaba secando.

El doctor Gheria despidió a la doncella que estaba en el umbral de la puerta, como petrificada, mirando a su patrona con los ojos desmesuradamente abiertos. El médico cerró la puerta y se apresuró a acercarse a su esposa.

-¡Petre! -tartamudeó ella.

-Tranquilízate -dijo.

Y la ayudó a tenderse de espaldas, a través de la almohada manchada de sangre.

-Petre, ¿qué es esto? -inquirió la mujer ansiosamente.

-Permanece quieta, querida.

Sus ágiles dedos se movieron, buscando sobre los senos de su esposa. Repentinamente, se quedó sin aliento. Echando a un lado su cabeza, miró atolondrado las marcas rosadas que Alexis tenía en el cuello y el reguero de sangre seca que había corrido serpenteando desde ellas.

-¡Mi garganta! -dijo la señora Gheria.

-No, es solamente una... -el doctor Gheria no terminó la frase.

Sabía perfectamente de qué se trataba.

Alexis comenzó a temblar.

-¡0h, Dios mío, Dios mío! -exclamó la atribulada mujer.

El doctor Gheria se levantó y se dirigió hacia el lavabo, vertió un puco de agua en una jofaina y, volviendo al lado de su esposa, le limpió la sangre. La herida quedó claramente al descubierto: dos piquetitos, cerca de la yugular. El doctor Gheria, haciendo una mueca, tocó los bultitos de tejido inflamado. Al hacerlo, su esposa gimió con fuerza y volvió el rostro hacia otro lado.

-Ahora, escúchame -le dijo Petre, con voz aparentemente tranquila-. No vamos a dejarnos llevar por las supersticiones, ¿entiendes? Hay numerosos...

-Voy a morir -dijo.

-Alexis, ¿me oyes? -la tomó con fuerza por los hombros.

La mujer volvió la cabeza y lo miró con ojos desprovistos de expresión.

-Ya sabes de qué se trata -dijo Alexis.

El doctor Gheria tragó saliva. Todavía tenía el gusto del café en la boca.

-Ya sé qué parece ser -dijo- y no debemos pasar por alto esa posibilidad. Sin embargo...

-Voy a morir -insistió ella.

-¡Alexis! -el doctor Gheria la tomó de la mano y se la apretó con fuerza-. No podrán retirarte de mi lado -dijo.

Solta era una aldea de unos mil habitantes, situada al pie de las Montañas Bihor de Rumania. Era un lugar de tradiciones obscuras. La gente, al oír los aullidos de los lobos en la lejanía, se persignaba sin decir una palabra. Los niños reunían cabezas de ajo como otros niños reunen flores, y los llevaban a la casa para las ventanas. En todas las puertas había cruces pintadas y en todos los cuellos había colgadas otras de metal. El miedo a los vampiros era tan grande como el temor a las enfermedades contagiosas. Era algo que flotaba siempre en el ambiente.

Cuentos Fantásticos - Richard MathesonDonde viven las historias. Descúbrelo ahora