Mientras el chico, entusiasta, les presentaba a su amiga Jude a sus padres, esta no podía evitar percibir en su estómago, piel y garganta cosquillas delicadas que se mezclaban con la debilidad en sus rodillas, su gran deseo por echarse a llorar y la fascinación que le otorgaba el perfil del muchacho. Si ya había experimentado en su interior la hipocresía y la traición, no entendía por qué no desconfiaba de un desconocido como Riley. ¿Acaso la médula de todas las personas no era más que deseos negativos, envidia y mucho ego? ¿Una persona que no fingía sonrisas a diestra y siniestra no era considerada sincera por mostrarse con su mal humor ordinario? ¿Sincero no era Harley con todas sus oscuridades? ¿Por qué Riley debería de serlo con todas sus luces si aquel tipo de personas no existía?
Tenía miedo y un mar de preguntas sin respuestas en su desordenada mente. Aun así, no quiso soltar la mano del joven, prefería volver a ahogarse en charcos si antes de ello podía confiar una vez más y sentirse plena.

En contra de su voluntad y con mucho dolor, Jude comió esa noche junto a los elegantes Thompson. La señora Samantha era una mujer que lucía joven para los cuarenta años que tenía y el señor George, de la misma edad, era el hombre más dulce cuando se dirigía a la pecosa y a su esposa, y el padre más severo cuando su hijo, castigado por pelearse en la calle, le hablaba.
Si bien ambos chirriaban de limpios, comían con la delicadeza de una princesa y entonaban las palabras con una exquisita pronunciación digna del cantante más fino, no parecían el tipo de padres sobreprotectores dispuestos a mantener a su hijo hasta los treinta años. Quizás, el aspecto estaba engañando a Jude o la familia Thompson guardaba con recelo un secreto que podía estar a la vista de todos sin ser adivinado, o podía estar oculto en las sombras de la noche y el silencio de su pudiente hogar.

De cualquier modo, Jude se sintió bien acogida y le alegró que fueran sus padres los que le recomendaran a Riley verla más seguido, después de todo, era una "pecocita encantadora como una muñeca".

El domingo Jude se levantó muy temprano y fue a verlo. Llamó a su puerta luego de haber rodeado su casa unas veinte veces, deshecha en dudas sobre qué podría ser lo más apropiado. Riley la recibió con una sonrisa y entonces ella se regañó a sí misma: "Siempre olvido cómo es él".
Pasaron su tarde completa frente a la televisión sin verla u oírla, ya que se hallaban más que ocupados preguntándose asuntos cada vez de mayor intimidad.

"¿Qué color te gusta más?" "No te rías, pero... el rosa". "¿¡En serio!? ¿Y por qué?" "Porque la primera niña que me gustó llevaba una bata rosa de hospital". "¿Estaba enferma?" "Sí... Ella murió hace años, y... me gustaba tanto que le pedí que se casara conmigo. Qué niño tan cursi, ¿no?". "Riley,... lo lamento tanto..." "Ya no importa. Déjalo. ¿Qué te gustan más: las películas o los columpios?" "¿Cómo?" Y reían sin detenerse, hallándole el lado absurdo hasta al aleteo de una mosca, sintiéndose como dos eternos infantes.

Jude le preguntó si ya había curado las heridas de su rostro, y en vista de que estas no habían recibido más que jabón y agua, tomó el botiquín de primeros auxilios y se dispuso a realizar una labor que jamás había ejecutado, pero con Riley de por medio se hallaba segura de que no cometería una torpeza.

Con cada roce y acercamiento, casi respirando el aire que era destinado para él, Jude se estremecía al oír el repiqueteo del reloj más cercano. Los algodones en sus manos eran los únicos testigos de su alta temperatura, la cual apenas iniciaba su aumento.

"Riley,... te quiero", se decía a sí misma como si él pudiera oírla, "Riley, quédate siempre conmigo... Riley, quiero confiar en ti... siempre, por favor". En esos instantes era cuando el chico abría los ojos, miraba a su propia nariz, inflaba de aire sus mejillas y tiraba de sus orejas para deformar su rostro por completo. Jude reía a carcajadas sin contenerse y Riley la imitaba.
"Oh, tonto,... eres perfecto".

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