Capítulo 10

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Sentimientos florales y contradicciones amargas

Para fortuna de Penélope, aquel domingo su madre había ido muy temprano a visitar a unos parientes que ella no conocía, por lo que tuvo la casa entera a su disposición para alistarse de pies a cabeza e ir a su encuentro con James, el muchacho de las mejillas siempre rojas.

No era la décima vez que un chico la invitaba a salir, de hecho, tal vez se trataba de la vigésima o trigésima, pero no desaparecía su entusiasmo por acomodar su cabello en una trenza, ceñir su blusa más fina a su cuerpo con un cinturón, y oscurecer su mirada con el rímel de su madre.
Con cierta emoción en los labios, salió de su hogar a la hora del almuerzo, llevando una ligera cartera cruzada en su pecho.

A diferencia de algunas de sus citas de especial interés, Penélope no sentía ansiedad ni mucho menos, más bien, la abulia se iba apoderando de ella con cada cuadra menos que la acercaba al dichoso parque en el que vería a su compañero.

Una vez que hubo llegado a su destino, visualizó a lo lejos al muchacho de perfil dubitativo. Así, antes de que él la notara, a Penélope le pareció haberlo visto en algún otro momento de su vida que no se relacionara con el cuaderno prestado y la ocasión en la que la había delatado ante su profesor. Su nariz aguileña, su cabello tan lacio que daba la impresión de que lo habían mojado, sus manos de dedos cortos pero bastante venosas y delgadas, aquellos ojos que lucían siempre alertas, atentos ante cualquier señal de peligro que lo quisiera tomar por sorpresa; la inseguridad en su postura y la sonrisa afable que decoraba su semblante cuando se dirigía a un amigo, todos esos detalles le habían comenzado a resultar familiares. Pero, ¿por qué? ¿No se debía a su imaginación y al hecho de que andaba por la vida sin memorizar los rostros de las personas secundarias que la rodeaban?

¿Por qué ahora?

Hipnotizada ante el posible parecido físico que el chico tenía, de seguro, con un pariente lejano de ella, caminó hasta atravesar la gruta del camino de piedras que los separaban y cuando estuvo lo suficiente cerca de él, por fin la notó. James tardó unos segundos en reaccionar, pero cuando Penélope sonrió, él la imitó, con la faz llena de expectativa e ilusión.

Ella se acercó al muchacho, rauda, y besó su mejilla para saludarlo. Él evidenció su nerviosismo con sus mejillas sonrosadas ante el gesto de la joven, por lo que tapó la mitad de su rostro con una de sus manos y se giró hacia una glorieta no muy lejana para responderle.

—Hola... ¿Quieres montar bicicleta? —preguntó señalando con su brazo un par de estas a su lado—. Las alquilé cerca de aquí.

Penélope se extrañó ante las palabras del chico, pues estaba acostumbrada a una sonrisa o a un "¿Qué tal?" pero ya debía saber que James era diferente. Se limitó a sonreírle con ingenuidad antes de contestar:

—Es que... yo no sé montar bicicleta...

Ella sonrió, apenada, y él alzó ambas cejas, lleno de sorpresa.

—¿No sabes? ¿No, no tienes una en tu casa?

Penélope negó con la cabeza y le contó que su madre nunca había considerado el uso de una bicicleta como una necesidad, por lo que, si alguna vez se había subido en una, había sido gracias a cualquiera de sus primos, quienes solían tener las más altas y de llantas para atravesar caminos montañosos. Sin embargo, mucho tiempo había transcurrido desde aquel entonces, por eso ya no tenía idea de cómo mantener el equilibrio.

James permaneció en silencio esperando que su compañera siguiera hablando, aun cuando esta ya había terminado. Por unos incómodos instantes lo único perceptible a sus sentidos fue el olor de las hojas y los árboles a su alrededor, las risas de los niños que jugaban con sus padres bajo el cielo nublado, las parejas que charlaban mientras lanzaban comida para peces al estanque y una novia vestida de blanco que modelaba sobre el puente para sus fotografías de recuerdo. A los ojos de Penélope todo era interesante, excepto James, que no quitaba la vista de las bicicletas, se notaba que quería decir algo... pero no se animaba con ello. Se balanceó sobre unos de sus pies y, al fin, dijo:

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