9. Roces sutiles.

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Entró al edificio con el corazón desbocado, su auto ya estaba ahí. Abrió la puerta con sigilo. Silencio. Eran las ocho con diez minutos, el sujeto de la nevería se tardó demasiado en atender su orden, sin embargo, valió la pena, el batido de chocolate que llevaba entre las manos estaba delicioso.

La escuchó entrar, esperó a que apareciera en su campo de visión, sin moverse. Había llegado a la hora indicada, pero tal parecía que Kristián no se dejaría dominar en ese juego. El sábado logró pasarlo inmerso en el trabajo, y más tarde intentó distraerse en aquel evento de beneficencia absolutamente aburrido, pero que gracias a la charla amena de una mujer mayor, dueña de varias cadenas hoteleras, y con la que solía hablar por horas cuando se topaban, la velada terminó decentemente y él, lejos de todas aquella mujeres y jovencitas que buscaban captar su atención y solía repeler.

El domingo jugó golf, cosa que disfrutaba, para después pasar un rato en el sauna y más tarde nadar hasta agotarse. Conforme la hora de la cita se acercaba, el deseo incrementaba, la ansiedad por perderse en ese cuerpo casi lo quemaba, por escuchar sus quejidos, incluso su risa, olvidarse de todo con aquel aroma tan delicado y femenino, tan de ella.

Sentado afuera, en esa sala para exterior, observaba la nada, absorto en sus pensamientos, en lo vivido, sumergido en ese silencio que era dueño de su interior, de su existencia y que extrañamente esa chica lograba romperlo, aún no sabía si eso le agradaba o no, pero sucedía.

Al verla a través de la ventana andar ligera, vestida de aquella manera, se irguió pasando saliva. Parecía una chica de... veinti... muy pocos... Demasiado joven, demasiado terrenal, demasiado... tentadora. Pestañeó observándola. Ella dejó algo sobre la barra e iba sorbiendo con suma atención un vaso que llevaba entre sus manos. Casi sonríe al recordar que no paraba de comer, nunca.

La joven miró a su alrededor sin encontrar rastro de él, salvo sus llaves y móvil justo donde dejó su pequeño bolso.

El hombre se acercó con sigilo, se recargó en la puerta corrediza y carraspeó mirándola con ardor, de arriba abajo, claramente admirado, también asombrado.

-No te vi -admitió ella girando sin perturbarse. Cristóbal sintió que las palabras se atascaban. Lucía tan fresca, nada exuberante, nada pretensiosa, tan sencilla y radiante que de inmediato se encontró embriagado por la ansiedad de poseerla, ya, si era posible. No obstante, dudó, esa chica también lucía como alguien que no merecía ser destruida, lastimada, y eso... eso era inherente a él, esa era su especialidad-. ¿Quieres? -y le tendió su bebida, relajada.

-No me gusta el chocolate... -Kristián abrió los ojos y la boca al mismo tiempo, genuinamente azorada. Sonrió sin poder evitarlo, era tan infantil, tan... sin complicaciones.

-¿Es eso posible? -asintió con los brazos cruzados sobre su pecho, a menos de un metro de ella.

-En tu mundo, veo que no -señaló.

-Jamás, es mi perdición.

-Lo he notado -admitió

-¿Y existe algún sabor que te agrade? -deseo saber volviendo a tomar de su batido. Cristóbal arrugó la frente. No recordaba la última vez que hubiese tomado un helado, o algo como lo que ella traía entre sus manos-. Oh, vamos, fresa, vainilla, no sé, moras...

-Me da igual -soltó pasando a su lado, tenso. La joven observó cómo se retraía.

-¿Es demasiado simple para ti? -Al notal la provocación en su voz, giró acercándose y la tomó por la cintura pegándola a su cuerpo.

-No me interesa este tipo de conversaciones, Kristián -de nuevo su nombre, así, de esa forma en que lo pronunciaba, arrastrándolo. Ladeó la cabeza estudiando su gesto rígido.

Atormentado Deseo  © ¡A LA VENTA!Where stories live. Discover now