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—Helena Amelia Jones. Segunda de los tres hijos del matrimonio de Janis y William Jones. Nació el 10 de Febrero de 1998 a las 12:45 p.m. en Bellevue Hospital Center, Nueva York. Las mantas rosas se habían agotado por lo que la enrollaron en una cobija azul al entregársela a su madre, quien pensó que era un niño, a quien llamaría Alexander.

»Fue una niña. Y fue también la alegría de la familia, con sus deditos pequeños, risa angelical y ojos grandes de botón.

»Al cumplir un año, comenzó a caminar sin la ayuda de su mamá y a los tres días dijo su primera palabra: hermano. A los cuatro años se cayó de su bici, la cicatriz de la caída perdura debajo de su rodilla derecha.

»Su infancia se basó en canciones de los 80's, las películas de Star Wars y sándwiches de mantequilla de maní. Su padre salía constantemente a diferentes estados debido al trabajo.

»A los diez ganó un concurso de deletreo y a los once tuvo su primer beso; ella se apoyaba en la pared mientras que su mejor amigo se acercaba a ella y juntaba sus labios con los de ella. No le gustó, le pareció asqueroso. No le volvió a hablar al chico.

»A los catorce fue a una exposición de arte con su hermano mayor y terminó enamorada de las obras de Andrew Wyeth. En poco tiempo, se obsesionó con la oscuridad de Goya, la delicadeza de Renoir y lo misterioso de Whistler.

»Su adoración por el arte se volvió tan grande que su padre la metió a clases. A los dieciséis, podía hacer réplicas exactas a las obras más famosas. Era capaz de vaciar todos sus sentimientos en un lienzo y causar más reacciones e impacto que muchos artistas que habían trabajado toda su vida.

»A esa misma edad, ella y su familia se mudaron a Brooklyn. Fue cuando me conoció. Éramos mejores amigos. Hace dos meses, a la edad de 18 años, Helena Amelia Jones se fue a Inglaterra.

Tomás desenlaza sus manos y las pone en el escritorio, inclinándose un poco.

—¿A ti te gusta el arte? —negué con la cabeza—. ¿Al menos sabes algo sobre arte, pintores, obras famosas?

—Nada —dije, honestamente, encogiéndome de hombros, sonriendo un poco al decir—:, Helena decía que eso me hacía un inculto, pero ella ya no podrá decir eso.

La habitación se quedó en silencio. Tomás relajó sus hombros y recargó su espalda en el respaldo de la silla de cuero negra, cruzando sus brazos sobre su pecho.

—¿Entonces...eso es lo que ella significa para ti, todo lo que me acabas de decir? —preguntó, total atención hacia mí.

—Sí, y te lo dije la primera vez que te vi —dije, mirando hacia el suelo.

—Más no es lo que significa para ti, qué es lo que sientes cuando estás con ella, cómo la recuerdas o qué te gusta de ella..., no me dice dl por qué le hiciste algo tan grave —me mira directamente a los ojos.

Él sabe. Definitivamente sabe.

HelenaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora