«1»

29 3 1
                                    

La gente pasa a mi lado tan rápido como el latido de mi corazón, chocando contra mis hombros y sacudiendo mi cuerpo ligeramente. Pero mis ojos no se pueden mover de los de ella.

Su mirada fría y calculadora atraviesa mi piel y me llega hasta el alma tal cual una daga mortal. Después sonríe y aunque es una bella hermosa sonrisa, el dolor sigue en mi pecho como si estuviese preestablecido por el destino.

¿Destino? ¿Será éste mi destino, ver cómo la vida se desliza entre mis manos, sin poder hacer nada y sólo quedándome a la deriva?

Maldición, debo de hacer algo. Debo de salir a fiestas, tomar y bailar como todos los adolescentes; salir al cine, escapar un día de la escuela, nadar en un río, hacer un viaje en carretera junto con mis amigos, hacer una fogata y cantar bajo las lunas y las estrellas, aprender a tocar un instrumento, participar en concursos...reír. Tengo un sinfín de cosas por hacer y no he hecho nada. No tengo amigos. No tengo el valor para hacer esas cosas. No me apasiona nada.

Hasta hace un año pensaba que estaba solo en la vida. Hasta Helena. Y ahora ella también me dejaba, sin derramar una lágrima o sonreír verdadera e ingenuamente.

Veo que se aleja entre la multitud y me obligo a voltear y caminar en dirección opuesta. Mis pasos son cortos y débiles, arrastrando mis pies y tratando de no caer al suelo y y llorar.

Soy un marica.

Los hombres no lloran, eso había quedado más que claro con los golpes de mi padre. Pero él ahora estaba muerto (que no descanse en paz) y estaba harto de levantar mi cabeza y seguir.

Todos tienen su futuro planeado; saben qué van a hacer, con quién se casarán y hasta qué nombres les pondrán a sus hijos. Yo solo sé que no dormiré esta noche, perseguido por el insomnio y las bolsas debajo de mis ojos.

Sigo caminando sin rumbo alguno hasta que mis pies duelen y tengo la necesidad de parar y sentarme en la acera. El cielo ya estaba oscuro y el viento era tan gélido como la mirada de Helena.

Maldición, deja de pensar en ella.

No puedo.

Esto te llevará a la muerte.

Moriré si tiene que pasar.

Eres un estúpido, deja de decir cursilerías, cabeza de enfermo mental.

Deja de decirme cosas así.

Idiota.

—¡Cállate! —grité, tapando mis oídos y sintiendo mi garganta arder. Las lágrimas se aproximan y estoy consciente de ello.

Enfermo, deja de gritar, mariconcita estúpida sin cerebro, ¿qué no ves que estás dañando al mundo, más de lo que ya lo has hecho?, ¿por qué no ves que la respuesta está en frente de ti, con una pistola en tu cabeza? Vamos, hazlo, ¿o acaso tampoco tienes las agallas para eso?

—Cállate, cállate, cállate, por favor —imploró en voz alta, meciéndome de un lado a otro sin poder controlar mi inútil cuerpo



No sé cómo he llegado a mi cuarto. No recuerdo nada. Sólo sé que mi mirada está pegada en la puerta blanca, con las manos en mi regazo y mi espalda recta.

La puerta se abre lentamente y la cabeza de Carol se asoma. Tiene una cálida sonrisa y sus ojos me transmiten tranquilidad. Lleva en sus manos dos pequeñas tazas de té. Entra y se sienta a un lado de mí.

—No estés así, Danny. Se verán algún día, tú mismo me dijiste eso —pone las tazas en la mesita a un lado de mi cama—.

Carol estaba ahí cuando Helena me dijo que se iba volvería. Ella también la escuchó decir eso, pero igual no quitaba el hecho de que me abandonó.

—Era la única persona que me escuchaba —digo y ni siquiera sé si me lo digo a mí mismo o a Carol o simplemente lo anuncio a la nada. 

—Mi amor, yo también te escucho, ¿que no es lo que hago ahora mismo? —su mano derecha viaja a mi espalda y hace movimientos suaves contra ésta.

Mis ojos siguen en la puerta, la cual ahora está entreabierta. Es blanca. Blanca como la nieve. Blanca como la sal. Blanca como el arroz con leche que Carol me sirve en las mañanas. Blanca como los brillantes dientes de mi maestra de filosofía, que, por alguna razón, siempre encuentra una estúpida excusa para reír y sonreír. Blanca como las hojas vacías de mi extraviado diario. Blanca como el jersey que usaba Helena todos los miércoles.

—¿Me estás escuchando, Danny? —la voz de Carol me saca de mis pensamientos. La taza de té ahora está en su mano.

—No quiero escuchar a nadie, Carol —dije, directo. Sus labios se forman en una mueca.

—Bebé, ya te he dicho que no me digas por mi nombre, soy tu madre —puedo escuchar un poco de irritación en su voz.

Bebé. Bebé asqueroso que no sabe cómo seguir viviendo. Bebé mariconcita que llora por cualquier cosita. Bebé que nunca debió de haber nacido, un ser estúpido no planeado, producto de la lujuria y violencia humana.

—¡Que no soy un bebé! —mi brazo sale disparado a la mesita y agarro la taza, aventándola contra el suelo. Los fragmentos de porcelana salen volando en todas direcciones.

—¡Danny! ¡Es la cuarta vez que rompes un taza en la semana, muchacho!

Su voz se vuelve distorsionada y después ya no escucho nada. Pongo la cabeza en la almohada y tapo mi cuerpo con las sábanas, en movimientos lentos.

Carol sale de mi habitación y después regresa con una escoba y recogedor, limpia el desastre que he hecho y finalmente se va, no sin antes decirme algo que tampoco escuché.

El techo está vacío. Sin vida. Pienso en lo parecido que somos.

No estoy consciente del tiempo y no sé cuántas horas han pasado, pero mis ojos arden, sin embargo, no puedo cerrarlos.

Mañana estaré más cansado de lo normal.

Ése fue el último pensamiento de esa noche. 




HelenaWhere stories live. Discover now