El hogar está donde está el corazón

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En la actualidad. Cambridge, Estados Unidos

Casi al final del callejón, una puerta metálica coronada por luces de neón rojas marcaba la entrada a «La Caja». La planta baja era un bar nocturno de ambiente erótico: con un par de barras, varias mesas y sillones orientados hacia un escenario donde las chicas se desnudaban, y una docena de reservados discretos. Al fondo, unas escaleras descendían a la verdadera esencia del lugar.

La única habitación del sótano, aparte del vestuario, estaba iluminada con una lámpara de techo que titilaba y ponía nervioso al más joven de los dos hombres que se encontraban en su interior. A un lado de la mesa, se sentaba un hombre de edad avanzada que desprendía un olor tan intenso a colonia que parecía haberse bañado en ella.

—Ya sabes lo que tienes que hacer, chico —dijo con autoridad—. Habrá mucho dinero en juego esta noche. Tu rival no ha perdido ni un solo combate.

—Yo tampoco he perdido, y eso no va a cambiar hoy. Ni siquiera va a tocarme —respondió el más joven con confianza.

Permanecía de pie junto a la puerta, con los brazos cruzados sobre su pecho. Dos mechones castaños le caían por delante de la cara. Sus ojos, llenos de antipatía, permanecían ocultos tras los cristales rojos de unas gafas fotocromáticas. Odiaba que le llamara «chico».

—Así no lo haces tan interesante —replicó el viejo en un tono que pretendía ser amistoso.

—Si no lo hiciera así, no habría tanta gente ahí fuera. Al cincuenta y no me tocará.

—Sesenta-cuarenta y que dure más de cinco minutos. Las chicas necesitan propinas —negoció.

—Y yo pagar la universidad. Me has sacado de la biblioteca porque otro te ha dejado tirado. Al cincuenta o me voy —insistió Gary.

—De acuerdo —cedió el viejo de mala gana y le advirtió—: Ten cuidado con esa actitud, chico. Te traerá problemas.

—Sé cuidarme solo —respondió y salió de la habitación.

La puerta se abría a una sala repleta de sillas que rodeaban un enorme cuadrilátero encerrado en una jaula. Dentro, el presentador recordaba las nuevas condiciones del combate y el cambio de luchador.

Aunque Gary era alto, su rival le superaba con creces en tamaño. No le tenía ningún miedo; le había visto pelear antes: era descuidado, lento y torpe.

Avanzó por el pasillo formado por las sillas y entró en la jaula.

—¡Hagan sus apuestas! —exclamó el presentador y se apartó para que ambos luchadores pudieran situarse cara a cara en un ritual obligatorio establecido por el creador de aquel negocio.

El público estalló en gritos de entusiasmo cuando Gary se quitó la parte superior de su chándal y se preparó para el combate. Cerró los ojos y respiró hondo, tratando de aislarse del olor a tabaco y alcohol que impregnaba el ambiente. Su mente apagó el ruido de fondo y la voz de su oponente diciendo «No me vas a durar nada, chico» retumbó en su cabeza. Se llevó una mano a la sien, luchando por mantener el control. Meneó la cabeza para despejarse y se echó el pelo hacia atrás con una cinta elástica que solía llevar en la muñeca.

Retrocedió unos pasos, moviendo la cabeza de un lado a otro para estirar su cuello y hombros, mientras daba pequeños saltos para calentar las piernas. En el instante en el que sonó el agudo timbre de la campana, su rival se lanzó hacia él con furia. Gary, anticipando el ataque, se deslizó con agilidad a un lado y golpeó al hombre en la nuca con el brazo extendido. A pesar de la diferencia de altura, el salto le dio la fuerza necesaria para que su oponente besara la lona.

Los Guardianes (I): OcasoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora