(25) Ruptura

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Apenas noté el impacto cuando Lapislázuli me estrelló contra la pared, sosteniéndome en vilo. Quizá doliera luego. Pero todos mis sentidos estaban adormecidos, apagados. No le reproché que estuviera furiosa conmigo. Yo también lo estaba.

– ¿La dejaste? ¿La has dejado morir? –me chillaba, con la voz enroquecida por la fuerza del grito. Asentí, y me cruzó la cara de una bofetada, con una mano ancha como un remo. Y dura. La sentí, un poco más que la pared– ¡No! ¡No! ¡Era mía, iba a quedarse conmigo! ¡Iba a ser mi niña! ¡Devuélvemela!

La cara se le contorsionaba, llorando y transformándose a la vez. Lágrimas de colores le caían por las mejillas. Y yo no podía hacer nada, nada más que dejar que se desahogara, que aceptar mi culpa. No tenía más consuelo que ofrecerle.

Me abofeteó de nuevo, más fuerte. La boca me supo a sangre. Me agarró de nuevo con las dos manos y me golpeó contra el muro otra vez, con las manos, con la cabeza, embistiendo contra mi pecho. Me cortó la respiración. Ella se quedó en esa postura, clavándome contra la pared con la cabeza como una mariposa.

La abracé. Sollozaba, sin dejarme ver su rostro, pero tampoco hizo nada por soltarse.

– Devuélvemela...

– Nos la quitó el Djinn, Lapis. Yo también la quería. Lo siento mucho. –mi disculpa sonaba hueca. Yo había tenido la culpa. De no haber estado conmigo, de no haberla sacado de la casa, estaría a salvo. Había una diferencia extraña entre la atmósfera en casa de Aly y el exterior, que apenas había intuído antes, pero que ahora me resultaba tan obvia que casi podría tocarla. El plano astral estaba más lejos aquí. Había defensas. Tulius no hubiera podido tocarnos aquí. Me llamé estúpida una y otra vez, abrazando la cabellera multicolor de Lapis y manchándola con mis propias lágrimas.

La mercenaria se encogió y cayó de rodillas. Literalmente se encogió, haciendo que me deslizara pared abajo sin soltarme, y pegándome algún puñetazo que otro en los costados. Más desganados, menos acertados, igual de duros.

– No quiero... no quiero... devuélvemela... –repetía. Hace dos semanas había dudado de la humanidad de Lapislázuli. Ahora compartía su dolor, impotentes, sin que hubiera vuelta atrás. Cómo deseaba huir. Correr lejos. Estaba tentada, casi hambrienta de salir de allí. Si la necesidad de Lapis no hubiera sido tan imperiosa, lo hubiera hecho.

– La vengaremos –susurré a su oído–. Te lo prometo.

– No, has sido tú... te la has llevado tú –y su voz se fue convirtiendo en un rugido rabioso otra vez–. Tú la tienes, ¡devuélvemela!

Me vi forzada a levantar la guardia. Sus puñetazos –pequeños, densos y duros como pedradas- llovían a mi alrededor. Me protegía la cabeza y el torso, pero me dolían los huesos. Mis brazos enrojecieron. Luego, se amorataron, casi por entero. Con todo, no tuve el valor, o la mezquindad, de devolverle los golpes. Soporté el castigo unos minutos antes de intentar sujetarle las muñecas, pero era escurridiza y rápida.

Podía ser más rápida que ella, si quería. La velocidad de Sahar seguía a mi alcance. Era fácil tenerla, usarla. Tan fácil...

Por eso no la usé. ¿Emplear el poder de Sahar para no ser castigada por dejarla morir? No fui capaz. Hubiera sido lo mismo que traicionarla. Además, ella miraba a Lapislázuli como a una hermana mayor. Nunca le hubiera hecho daño.

Alyosha, en cambio, no tuvo tantos escrúpulos. Tan pronto entró en el salón y vio lo que estaba ocurriendo, alcanzó a Oneiros y la arrancó de mí de un tirón. Gritó al estrellarse contra la mesa rústica y rodar sobre ella hasta caer a un costado, llevándose por delante un frutero o algo así de cerámica y vidrio que se hizo añicos.

Alianza de Acero: una novela de Dark'n'SoulDonde viven las historias. Descúbrelo ahora