Capítulo 10 - Se Va la Luna pero Al Fin Amanece

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La luz de luciérnagas era cada vez más tenue y Amalia comenzaba a notar que su ropa ganaba peso a medida que se mojaba más. De repente, al intentar respirar, el agua de la laguna penetró en sus pulmones. Trataba de patalear pero estaba cansada y se iba a desmayar. Por suerte, no se había soltado de la mano de su hermano, quien a fuerza de brazadas y luego de sacarse rápidamente los pesados zapatos, consiguió llevarlos a ambos a la superficie. La luna amparó su desesperada búsqueda de oxígeno.

Amalia al fin sintió con sus manos la tierra húmeda y después el césped, pero no se detuvo mucho a apreciarlos. Empapada, se tambaleó hasta un gran pino, se inclinó apoyada en él y tosió repetidas veces hasta expulsar toda el agua que había tragado. Cuando sintió que volvía a respirar con normalidad, caminó hacia Galileo y se acostó a su lado para ver ese brillante ojo que desde el cielo les hacía sonreir.

- Nadie va a creernos -dijo la joven, sin dejar de mostrar esos alegres dientes -. Pero es mejor así. Nadie tiene que saberlo... -aclaró, a la par que caía en el sueño más profundo.

Su hermano la miró con una felicidad que jamás habia sentido, pero finalmente se dejó vencer por el cansancio y cerró los ojos.

Y los árboles siguieron meciéndose, y la luna siguió alumbrando.

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Las enredaderas se abrazaban a las viejas y oscuras rejas que cercaban el área, de poco más de setescientos métros cuadrados. Algunos yuyajes crecían hasta ocultar las cruces descuidadas, tambien habían flores muertas por doquier, pero estas incluso gozaban de más vitalidad que los abandonados bajo la grava. Las semillas del único árbol corrían entre las lápidas, esparciéndose con la esperanza de crecer con lo que otras almas habían dejado atrás: solo abono, solo fertilidad, solo polvo.

De entre las lápidas de cemento una se imponía indiscutiblemente: la marmolada figura de una hermosa mujer alada cuya mano derecha alzaba al cielo, con la pálida cara rotada y elevada al lugar que entre las nubes apuntaba. Con la otra mano apresaba una tablilla también blanca, en la cual se leían fechas de nacimiento y defunción, y un nombre que perduraría en el tiempo como uno de los más despreciados en el poblado y en el campo.

Solo tres personas asistieron al funeral: el cura, contratado por la misma víctima antes de fallecer; un viejo amante, rechazado pero aún así fiel a lo que había sentido; y por último, la criada.

Miriam venía a despedirse de esa celestial figura cuyo rostro la verdad había resquebrajado. La señora Bon'berry había pedido que la enterraran con todo su dinero, incluído el que se ganara con la venta de la casa, y se había asegurado esto por medio de un testamento que dejó en manos de la joven. Pero la distinguida mujer no le heredó ni un centavo de sus riquezas, hecho que en un principio Miriam justificó de mil maneras.

Pero ahora todo era distinto.

Su rostro inexpresivo se ocultaba tras gasa negra, y permaneció así hasta que la sombra de la estatua se deformó uniéndose a las de las otras lápidas. Al fin y al cabo, pomposas o no, todas ellas no hacían más que decorar la muerte de quienes siempre serían mortales.

Miriam se sentó en la cubierta de vidrio que sellaba la tumba y pensó en lo triste que era no tener nada que extrañar de ese lugar. Ni siquiera los recuerdos de esa mujer serían ya hechos para añorarse, ahora que se había quitado el velo y veía con claridad que esa gasa oscura se había creado con hebras falsas. La luz de la verdad ahora le hería los ojos pero con el tiempo su vista se adaptaría y entonces sabría agradecer a su madre el haber desgarrado ese velo que durante tantos años le había impedido vivir.

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Dos chicas aladas. Una herida y otra atada. Ambas con una historia que contar y, a pesar de haberse extendido  más una de ellas, ambas con una aventura que vivir.

Miriam y Amalia no volvieron a verse, corrieron lo que les quedaba de camino al hogar que a cada una la cobijaría por resto de su vida. Creo que se lo habían ganado.

Amalia por un lado aprendería a vivir con la muerte, sin dejar que esta nublara lo que estaba bien a la vista: que ella era una chica con sueños y ambiciones, que tenía un hogar y que en él la esperaban personas que la querían.

Ahora veía la casona y los recuerdos le parecían más bien sueños. Ahora, sentada bajo su sauce, sentía que siempre había estado cobijada. Para siempre, creía en la posibilidad de volver a hacer y crear por amor.

A Rafaél no le fue difícil acostumbrarse a su presencia, porque aunque su cuerpecito seguia siendo el de la Amalia que él recordaba, su madurez adelantada era notoria con solamente intercambiar unas palabras con ella. Lo que conservaba de juvenil contribuía a cautivar al hombre que la miraba atento, mientras el sauce se cruzaba con pereza entre ellos y el sol naciente les llenaba de color los rostros.

Esos días tersos le recordaban a Amalia que siempre que quisiera podía abrir sus alas y encontrar que, aún remendadas, eran más fuertes que nunca.

Por su parte, Miriam se sentía aún rara, extraña en su propio cuerpo, en su propia vida. Tantos años creyendo en sentimientos y personas que no eran reales la desconcertaban.

Sin embargo, la decisión la recorría de pies a cabeza. Volvería a empezar, pero lo haría sin soltar la mano que se había acercado para decirle que su madre la quería, que la amaba tanto como para rasar sus esperanzas al pie y construir en su lugar las de su niña, que vivió gracias a la magia de una pequeña luz mientras crecía en un útero inservible. Esa madre la dejó para conocer el mundo del que ella misma venía, mientras se alejaba hacia otra vida y otros tiempos.

Pelontuwè atrajo suavente a Miriam, como si aún fuera un fragil bebé. Así la joven se hundió en las aguas de la laguna.

Su superficie no volvería a ser turbada hasta muchos, demasiados años después.

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⏰ Last updated: Jan 27, 2021 ⏰

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El Secreto de las LuciérnagasWhere stories live. Discover now