Capitulo 1 - Luces del Pasado

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El tren traqueteaba y desconcentraba su lectura Aunque estaría distraida de todas formas.

"¿Que habría pasado si...?"

No, otra vez no. No podía, ni siquiera tenía que atreverse a hacer esa pregunta. Ya era mucho el dolor como para empeorarlo. Ella habría querido que fuera feliz. Se lo repetía siempre, se lo recordaba para apaciguar el sufrimiento. Todos los dias esperaba que se fueran, pero no. Las puntadas de arrepentimiento seguian ahi.

"¿Que habría pasado si...?"

Se recostó contra la ventana y cerró los ojos. Mejor era no pensar en nada. Trató de volver a dormir, así habia desviado sus pensamientos hasta la cuarta estación.

"Esto no podria ser peor"

Ah, pero por supuesto que sí.

Las horas se pasaban lento y el sueño no llegaba. La tristeza se mezclaba ahora con aburrimiento. Miraba su reloj de mano a cada hora pero este solo le repetía que habia pasado un minuto. Se había golpeado la cabeza contra el costado del bagón por buscar una pocisión más cómoda y el niño de atrás le estaba pateando el tobillo por abajo de su asiento. Amaba a los pequeños pero este no le agradaba especialmente. Sacó un pequeño libro del bolsillo de su falda, lo acarició suavemente con sus labios y finalmente lo guardó en un compartimiento de su valija.

La pintorezca valija contenía y resguardaba los tesoros más preciados de Amalia.

La joven se apoyó en el borde de la ventanilla y descorrió la cortina. Los cerros, con suaves caidas y ladeados por dorados pastizales, alentaban a la mente de Amalia a dibujar en ellos extraños animales. No pudo evitar reirse al ver que de una de las fosas nasales del lobo, cuyo hocico estaba marcado por las formaciones rocosas de una sierra, se asomaba una simpática mara. El pobre animalito miraba desconcertado hacia un lado y hacia el otro buscando la fuente del tan molesto ruido que lo había despertado de su sueño.

El silvato volvió a sonar, anunciando que se acercaban a una nueva parada.

El tren por fin paró frente a la estación que le correspodía.. bueno, si es que podia llamarsele asi. No era más que una casucha en el medio de la nada, con un pequeño banco de madera tambaleandose al lado. El techo de chapa estaba agujereado, y la lluvia habia formado un charco que impedía bajar sin mojarse hasta los calzones.

"Excelente" pensó con ironía.

De un pequeño salto bajó y como era de esperarse se empapó el vestido.

"El de mamá"

Solo se permitió soltar una lágrima.

Bajó la valija mediana y la levantó, como pudo, para que no se mojara el resto de su ropa.

La poca que le habían permitido llevarse.

En la casucha la esperaba, de pie, una linda, aunque seria, mujer. No la reconoció pero supo que era ella. Suspiró de alivio.

"No se parece a mamá"

Lo último que queria era un recordatorio constante de su muerte.

La tia Marie solo la miró a la cara y comenzó a caminar por un sendero de, ahora, barro.

"Que maleducada"

La siguió, respondiendo a su inesperado silencio con otro silencio de extrañeza. Cada tanto la miraba de reojo pero, la tía, o finjía no darse cuenta o realmente no lo hacia.

Poco a poco fueron internándose entre las montañas hasta un camino para autos delimitado por piedras. Llegaron, por fin, a la mansión. Eso sí que lo recordaba. Tenia relampagueantes recuerdos de su niñez en esa inmensa casona.
"En navidad, con mamá y Galileo... y papá"

Tendría que aprender a lidiar con eso.

La mujer abrió la puerta y entró. La única señal que dió de que supiera de la presencia de su sobrina se basó en dejar la puerta abierta para ella. Ningún tipo de bienvenida se reflejó en palabras o gestos. Amalia no se quejó, todavía pisaba terreno dudoso. No sabía como era el carácter de su tía y no se arriesgaría a darle una mala impresión desde el comienzo. Cerró la puerta tras de sí, para luego entregarle la valija a un señor mayor que se presentó como "Alfredo el Mayordomo".

Amalia penso en lo gracioso que sería decirle Fredy o Fredito o Alfred. Con ese pensamiento sonrió amistosamente y el hombre inclinó la cabeza a modo de saludo, cediendo finalmente a mostrar una leve sonrisa.

Entonces, unos chasquidos a sus espaldas la obligaron a darse vuelta y vió a su tia con cara no-tan-amistosa, haciéndole señas para que la siguiera. Subieron por las escaleras de caoba oscuras. Habia varias pinturas en esas viejas y resquebrajadas paredes. La nostalgia asomó.

Caminaron por un largo pasillo, hasta detenerse frente a una puerta roja o más bien bordó. Entonces, la tía Marie se inclinó hacia la joven a su lado, quedando sus narices a centímetros de distancia, y le susurró, como si de un gran secreto se tratara:

-Esta era la habitacion de tu madre -

Amalia estuvo a punto de responder a esa revelación, pero observó como su tía se alejaba rápidamente por el pasillo.

El tiempo en que se quedó mirando esa puerta fue inconcluso para ella, incluso el sonido del reloj de péndulo contribuyó a esa ipnótica pérdida de noción temporal que contradecía a la función del mismo. Se quedó ahí, parada, registrando cada detalle en la trabajada madera, sin pestanear. Analizó cada hendidura, cada marca.

Aprovecharé para aclarar que varias de las marcas eran de golpes recibidos por la gruesa puerta. Tristemente, las hermanas Madelain y Marie Dofour no se llevaban muy bien. Esta última era cinco años mayor que la otra; su paciencia era muy limitada y el rencor siempre se apoderaba de ella. Le costó mucho corregirse: tuvo que perder a los seres que amaba para entender que valían más que todas sus posesiones, hasta las que más le importaban.

Por otro lado, los terribles defectos de su hermana mayor afectaban muy negativamente a Madelain, que se emancipó en cuanto tuvo la oportunidad, encontrando la paz en la sencibilidad y sencillez del que sería su esposo y su amor para toda la vida. Incluso después de muerto. Bastaba con pensar en él para apaciguarse y resolver situaciones con sentido común. Así, eran pocas las deciciones de las que se arrepentía.

Ahora que estaban juntos, era Amalia quien atesoraba el recuerdo de sus carácteres, aunque se sintiera a veces desolada.

Volviendo a nuestra, algo nerviosa, protagonista, ella finalmente se armó de valor. Deslizó sus dedos temblorosos por el picaporte, sin saber con qué se iba a encontrar del otro lado y cuánto le iría a afectar. La puerta se abrió con un chirrido que le erizó la piel. Y entonces... toda la casa pareció desaparecer detrás de sí. Todo ese oscuro amoblamiento se vio opacado por el brillo de la habitación de su madre. Dió un paso, para encontrarse con el suelo de madera recién pulido. Las paredes eran completamente blancas y el techo de madera estaba adornado con un precioso candelabro de cristal. El lugar en sí no era muy grande (parada conseguía rozar la punta del candelabro), pero estaba tan hermosamente decorado que se enamoró al instante. Era muy acogedor. Y la cama, ¡la cama! era de un metal pintado de blanco, con un colchón grueso sobre los fierros, oculto bajo sábanas también puramente blancas y bajo un acolchado floreado. Dicho metal, fino y delicado, hacia dibujos entre las patas, se enramaba y engrosaba.

Amalia dio apenas un paso más hacia la cama y entonces... entonces ya no pudo soportarlo más.

El Secreto de las LuciérnagasWo Geschichten leben. Entdecke jetzt