Capítulo 5 - Sigue a la Luz

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Con sus cinco sentidos activos, Amalia sintió, por fin, la calma después del huracán.

Sus manos rozaban los tréboles del campo, que le humedecían las palmas. El olor de las flores de lavanda llenaban el aire y la elevaban a pensamientos mejores. El sonido del hornero la relajaba. Frente a ella se alzaban hermosas montañas teñidas de atardecer, dorados pastizales que cabeceaban a un a lado y al otro y nubes bellas en su simplicidad. Por último, en su boca sentía el salado sabor de las lágrimas, que tanto le gustaba. De chica siempre se lamía los cachetes después de llorar, solo para sentir ese gusto...

"Pero mamá me las secaba y papá me abrazaba"

Finalmente se levantò, alzó la mirada hacia el gran sauce eléctrico y, mientras se agachaba para recoger el libro que ni siquiera había ojeado, susurró palabras de consuelo, imaginando que era el árbol el que las decía.

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La primera carta se la habían dado en el almuerzo y con entusiasmo había leído, con voz de niño, todo el tipo de aventuras que podían vivirse en una mina de carbón. En la mesa, tanto la tía como el mayordomo no pararon de reír. La mejor parte había llegado con el anuncio de que Galileo se estaba portando de excelente manera y que ya era el mejor realizando las pequeñas tareas que le tocaban en el hogar.

Tan bien se desempeñaba en el cuidado de la higiene y el orden del edificio, que los encargados de éste decidieron que el niño debería inclinarse más por labores relacionadas con la salud que con la minería. Fueron apoyados, además por los maestros, que aseguraban que estaba muy adelantado en sus estudios.

La decisión final fue definitiva: Galileo debía irse a la capital a estudiar medicina. Y era esto lo que la segunda carta le comunicaba a su joven hermana, que nada más acabar la última línea, había huído hacia el bosque. Como esta correspondencia se la habían entregado más avanzada la tarde, porque su tía tenía el presentimiento de que algo no iba bien y había estado dudando de abrirla ella misma, Amalia no se atrevió a internarse en él y prefirió que el agua salada se dejara derramar bajo el amparo del solitario sauce de retorcidas hojas, que se mecían frente al jardín tracero de la casona.

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El cómo de ese libro de tapa marrón y vieja que sostenía entre las manos, ni ella lo sabía. Había caído del árbol como si este se lo estuviera tirando a la cabeza. Amalia se había dormido, pero la golpeó tan fuerte que no hubo manera de que no se despertara. Sobresaltada había mirado a su al rededor, para encontrarse con ese extraño libro.

Cuando pensó que ya había meditado suficiente lo de su hermano, tratando en lo posible de pensar en todas las ventajas que suponía el que pudiera estudiar tan hermosa profesión, Amalia se alejó de aquel mágico árbol.

Caminó arrastrando las botas y agarrando, de tanto en tanto, un par de preciosas flores para guardarlas entre las páginas del libro.

Cuando llegó hasta la entrada de la mansión, se sentó en un banquito de madera, bastante gastado, aunque aún perduraban partes de su antiguo color celeste. Al rededor de la mortecina lámpara que había sobre ella, insectos diminutos y mariposas moribundas revoloteaban desesperdamente, quemandose algunos contra el cristal que retenía a la luz.

La muchacha apoyó su "biblia" sobre las piernas y la abrió en la primera página. El esquicito olor a papel añejo la ensimismó y retuvo por un tiempo. Luego, achinando los ojos trató de leer el título.

- La María del... ¿Pantano? Pero ¿que es esto? -dijo, y sin perder un segundo lo empezó leer.

Estaba apenas terminando el segundo capítulo, cuando algo comenzó a moverse entre las ramas del sauce. Se oyó el sonido de algo pesado al darse contra el suelo y las luces verdosas, que a Amalia ya le resultaban tan familiares, se encendieron y danzaron entre las onduladas hojas de sauce que seguían el compás del viento.

"Maravillosa Naturaleza"

Sin quitarles la mirada a las luciérnagas, cerró el libro. Lo apoyó a su lado en el banco y muy despacio se fue acercando al árbol. A cada paso las hojas secas crujían. Un viejo búho ululaba desde el techo de su cuarto.

Siguió ciegamente a sus preciosos insectos, que la guiaron hacia el bosque y, adentrándose en él, Amalia sintió como si la estuvieran apurando. Cada vez volaban con más rapidez, hasta que llegaron a un claro. Entonces, sus verdes resplandores se atenuaron, hasta desaparecer. Amalia estaba en el límite entre el espeso bosque y esa mancha de campo abierto. Lo último que escuchó fue el agua de manantial corriendo, porque una mano grande y algo peluda la agarró del pie y tiró de ella, arrastrandola de vuelta al bosque. Gritó, por supuesto, pero ¿quién iba a oirla? Pataleó desesperada, hasta que una roca incrustada en el suelo, no lo suficientemente filosa para acabar con su vida pero si para noquearla, chocó con su cráneo. Amalia perdió la conciencia al instante.

El Secreto de las LuciérnagasWhere stories live. Discover now