13. Orgullo

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Sin saber por qué, Sylvain no podía llorar. No sabía si esto era bueno o malo, pero sí estaba seguro de una cosa: toda la atención que una madre pudiese volcar sobre un hijo, acabaría por derrumbarse sobre él.


Tal vez sonara cruel el hecho de que, habiendo muerto Charles a manos de unos guardias en una trifulca callejera,  lo primero que pensase Sylvain fuese que él mismo estaba perdido. Se sintió egoísta al pensar que por culpa de las malas decisiones de su hermano, su propio futuro acababa de irse al infierno. Acababa de ser condenado a una vida de hacienda y administración encerrado tras las cuatro paredes de su casa, o la de su tío en Italia, si acaso el plan seguía adelante.

Sylvain, ahora heredero legítimo de la familia Lemierre, se quedó allí, plantado en mitad de la sala. Lo único que veía era a su madre destrozada, con la carta arrugada entre sus manos y sollozando a voz en grito. Escuchaba las voces, casi distantes, de aquellos que se mandaban órdenes entre ellos con el fin de evitar que la mujer no se desmayase. Pero, para su sorpresa, él seguía ahí, quieto.

Por un momento, creyó escuchar su propia respiración en un primer plano, sofocando aquellas voces. No llegó a sentir nada durante algunos minutos tras oír de labios de Chrystelle la terrible noticia. Fue Savary le quien preguntó si se encontraba bien, que reaccionase de una vez. ¿Cómo querían que reaccionase si había perdido a su único hermano, con quien no tenía relación desde hacía ocho años? Tal vez por eso era incapaz de llorar. No había llegado a quererle lo suficiente como para arrepentirse de haberlo perdido. No había tenido tiempo ni oportunidad de hacerlo.

Sus latidos retumbaban contra su sien, y se limitó a dar media vuelta. No podía soportar más aquella tan devastadora imagen frente a él. Tal vez fuera un cobarde por salir de allí, pero fueron sus pies quien respondieron por él.

Sintió el tacto de una mano en su brazo, pero Sylvain se deshizo de él. Aquello pareció llamar la atención de los allí presentes, puesto que Clementine  le dejó pasar sin replicar.

Sylvain no parecía estar presente en aquellos momentos. A pesar de que tanto Savary como Chrystelle le rogaban que no se marchase, nada pudieron hacer para evitarlo. Algo le decía que debía salir de allí y caminar hacia cualquier parte, comenzando a sentirse culpable por no haberse acercado a su madre.

Una vez fuera, sin ser muy consciente de la dirección que sus pies tomaban, Sylvain sintió el aire frío en su rostro. Pronto se vio corriendo, pero no miraba hacia ningún sitio. Simplemente avanzaba para alejarse, para huir de la madurez que, de golpe, debía asumir de pronto y que no estaba preparado para demostrar.

Cuando apenas podía respirar, miró a su alrededor con el corazón en la garganta. Entonces fue cuando sintió de veras que las sienes le dolían, y que el agotamiento le obligaba  a doblarse sobre sus rodillas. Se encontraba un poco más allá de su colina, justo cuando el arroyo cercaba dicha pradera. Sin saber qué hacer y sintiéndose mareado, Sylvain terminó de doblarse para caer de rodillas sobre la hierba.

¿De verdad quería ser lo que estaba siendo en aquellos momentos? ¿Por qué no lloraba la muerte de su hermano, cuando sí lo hacía por su propio destino? ¡No era más que un egoísta! Tenía miedo, no lo iba a negar. Se tenía miedo a sí mismo.

Finalmente, cuando aquella frustración vio la luz, las lágrimas se materializaron bajo el claro azul de sus ojos. Terminó por odiarse a sí mismo aún más por ser tan inmaduro. Debía afrontar el mundo que se le echaba encima, pero algo dentro de él se negaba a dejar atrás lo que había sido hasta aquel día.

Sylvain ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora