[EDITADO: 05-09-2015] 8

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—Bueno chicos, nos tenemos que ir.

—Hasta luego.

A la cafetería entró el comisario, Jack McDonelli, un tipo tan alto como Getxa y tenía el pelo cano desde hacía varios años, tenía apariencia de haber sido boxeador pero nunca se lo había podido preguntar, nuestra relación sólo era laboral. Tenía cincuenta y nueve años, y era de Galway.

—¿Estáis bien? —nos preguntó cuando se acercó a la barra.

—Si, no se está mal aquí —sonreí y me levanté— Ahora vengo.

Cuando salí del baño mi móvil empezó a sonar y lo cogí al tercer toque. Era Clarice, con todo el lío del terremoto no había ido a mi cita de algo que me gusta llamar Mierda Química pero aquel día quería escaquearme de la sesión así que intenté inventarme alguna mentirijilla.

—... lo que pasa es que no estoy en la ciudad, estoy en Saitama —salí a fuera de la cafetería—. No quiero más de esa mierda y tú lo sabes.

Tras discutir varios minutos decidí que hiciera conmigo sus estúpidos experimentos. Pensé en mi familia, en Getxa y en la excusa que pondría el día siguiente cuando llegara a casa pálido como un muerto y vomitando hasta el agua que bebiera además de tiritar y tener casi cuarenta de fiebre. Siempre me ha hecho gracia eso de «el paciente decide», una mierda, a mi me obligaban y si me negaba me decían eso de «pues te morirás antes» pues tú también morirás algún día, gilipollas pero por aquella época no sabía porque me obligaba, ahora lo tengo más claro.

A la mañana siguiente bajé hasta la parada del autobús y cogí el temido L13 que a esas horas iba vacío, pagué el billete y senté el culo en una dura silla de plástico resbaladizo. Sólo una persona se subió en todo el trayecto, sus grandes ojeras le delataban.

Miré el contenido de la bandolera, bien, llevaba el MP4, unos grandes auriculares y una novela que hacía siglos que estaba ahí pero era incapaz de leerla. El bus paró en nuestra parada y nos bajamos. Entré por la puerta principal, giré hacia la derecha y sentí como se me aceleraba el corazón cuando entré a Consultas Externas. Pronto vi a Clarice y la saludé como es debido.

—¿Han parado ya de chillar los corderos, Clarice? —Chasqueé la lengua al más puro estilo Hannibal Lecter.

—No, creo que no.

Me abrazó y luego la acompañé a través de varias salas hasta llegar a la mía. Un hombre leía un periódico, un chico joven escuchaba música y una mujer echaba una cabezadita. Allí no se escuchaba ningún sonido, solo el de nuestras respiraciones.

Acomodé mis posaderas en la espuma del sillón y mi cuerpo cayó por su propio peso. Una enfermera me conectó las bolsas del suero de la muerte o mal llamado quimioterapia al Port A Cath que llevaba incrustado en la clavícula. No es molesto para nada pero saber que tengo eso me produce escalofríos sólo de pensarlo. Me acomodé mejor mientras la mujer me ponía el inocuo medicamento contra los vómitos que no me hacía prácticamente nada y luego la mujer puso las diversas bolsas, aquello parecía el arco iris y yo el duende de la caldera de oro, sólo que en este cuento el Leprechaun tenía cáncer.

Bob Marley sonaba acompañado de sus bongos y sonidos jamaicanos, me imaginé que estaba acostado en la playa con un coctel de frutas en la mano. Movía el pie derecho –el que tenía flojo– al son de la música y desde mi posición la puesta de sol era increíble. Las enfermeras no me dejaban quedarme dormido con tanto correteo.

En un momento determinado me quité los cascos y oí toser a una mujer que estaba a mi lado, tosía como un carretón con ese ruido sordo de pulmones destrozados por la enfermedad. Metí la mano en la bandolera que estaba en el suelo y saqué mis pastillas contra la tos, cogí una y levantando un poco la cortina se la di.

[4] Las memorias de Leprechaun © {EN PAUSA}Donde viven las historias. Descúbrelo ahora